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CÁLCULOS DEL AIRE

ÓRBITA DIVULGATIVA

Polipropileno

Polipropileno

Fue en los albores de agosto de hace muchísimos años. El calor del tórrido verano atacaba con crueldad la ya por entonces, maltratada corteza terrestre. Era la temperatura ideal para extraer petróleo de las entrañas de la tierra. Irak, en aquellos años, era una inmensa balsa de ansiado crudo que proporcionó dinero a unos pocos dirigentes políticos, y guerra y miseria a miles de ciudadanos.
Yo ni siquiera tuve el privilegio de ver las áureas saetas que irradiaba el astro sol. Pasé de mi aceitosa cuna azabache a través de unos oleoductos, cruzando el país hasta la costa del golfo, donde me hacinaron y encarcelaron, junto con millones de litros más, en unos grandes barcos petrolíferos de tres capas de seguridad para evitar que escapáramos al océano y contamináramos todo a nuestro alrededor. Aun así, en aquel buque de acero se hablaba que de otro carguero del mismo jeque, bautizado en su día como Prestige, habían conseguido escapar por unas grietas, unos pequeños hilillos que llegaban en su ascensión hasta la superficie marítima, esparciéndose por cientos de millas, muy cerca de la costa gallega.
Atracamos en el puerto de Valencia, atestado de gentes y enormes buques, y nos depositaron en grandes aljibes de mercancías peligrosas, pertenecientes a un convoy de vagones de tren con destino a Puertollano, una especie de Hollywood del petróleo, donde te podías codear con los mejores hidrocarburos del mundo. La factoría abarcaba varios miles de metros cuadrados. Lo que más me llamó la atención y despertó en mí grandes temores fueron unas grandes chimeneas y en lo más alto de ellas un gran fuego a modo de llama olímpica en el gran estadio de atletismo. También había unos gigantescos depósitos con forma esférica que más tarde supe que albergaba fluidos inflamables, y que hacía de aquel campo de concentración un terrorífico amasijo de hierro y fuego.
Me introdujeron en una gran turbina donde mis moléculas estallaron en mil pedazos, para que, una vez estabilizadas y solidificadas me convirtiera en una pequeñísima bolita de polipropileno, carente de vida, que formaba parte, junto con millones de bolas más, de un cargamento de cientos de octavines de mil kilos. Hacinadas en su interior, sin movernos y asfixiadas por la falta de oxigeno, nos apilaron en el vagón de un tren de mercancías con destino a un centro logístico de Ocaña. El viaje fue insoportable en condiciones vejatorias, sin espacio y en un clima húmedo que tan mal sentaba a nuestros organismos, de nada sirvió que imploráramos clemencia a nuestros guardianes, porque ellos, en su desconocimiento de nuestro idioma, no entendían nuestras peticiones.
En la inmensa y destartalada nave, plagada de estanterías y paquetes de mil tamaños, se apilaban, unos encima de otros, cientos de octavines, en muchos de ellos seguramente había bolitas como yo, con sus raíces provenientes de Irak, otras vendrían de Venezuela, o de Brasil, una potencia emergente que terminó gobernado el mundo. A cada una de nosotras nos esperaba un destino diferente, en plantas especializadas seríamos transformadas en distintos utensilios y piezas de polipropileno. Un día como otro cualquiera, silencioso y oscuro entre las paredes de mi casa de cartón, un camión articulado vino a por nosotros y nos llevaron por carretera hasta Mecaplast, el Olimpo del plástico, donde obtendría mi transformación definitiva.
Primeramente el chico aprovisionador de materia prima, un joven apuesto que denotaba una inteligencia sublime, tuvo a bien meterme en unos enormes contenedores cilíndricos y metálicos donde me secaría y calentaría a 80º C. Desde ahí sería conducido a través de canalizaciones en forma de tubo hasta la potente máquina de inyección. Allí las altas temperaturas a las que fui sometido, casi 300º C, hicieron que me fundiera junto con mis compañeros hasta crear una sustancia líquida, cientos de bolitas que formarían parte de un todo que sería inyectado al molde con fuertes y numerosos bares de presión. El pequeño espacio era un sitio claustrofóbico donde faltaba el aire y donde nos convertíamos de nuevo al estado sólido, enfriado por corrientes de agua que circulaban por los circuitos interiores, pero nuestras moléculas ya formaban parte de una gran pieza, y quien sabe si alguna vez volveríamos a ser un fluido libre. Ya como objeto sólido nos envolvieron en plástico de pluma y nos embalaron en una caja de cartón con destino a Vitoria. Aunque allí dentro no podíamos ver nada, creo que nos llevaron en camión porque el vaivén que se producía en el interior al tomar las curvas era fácilmente reconocible, puesto que yo, ya me había convertido en un experto viajero en distintos tipos de transporte.
Cuando me sacaron de la caja fue para ensamblarme en la carrocería de un coche nuevo y formar parte del lujoso salpicadero. Mi tonalidad era gris argénteo y daba al interior del habitáculo luminosidad y confort. Poco tiempo después de la fabricación fui vendido a un banquero, y gracias a él pude pasearme por mansiones de lujo y fiestas privadas cargadas de sexo y cocaína. A veces servía de improvisado tálamo donde mi dueño se recreaba con jóvenes y bellas señoritas ávidas de buena cartera, dejando en el vehículo un agrio y dulce aroma a caro perfume y flujos vaginales.
Finalmente se cansó de mí, encaprichado por un coche más lujoso, y fui puesto a la venta en un concesionario, en ese gran escaparate me vendieron a un matrimonio con dos hijas, unas pequeñas brujitas que no paraban de tirar migas de pan, Cheetos y pequeños objetos que desperdigaban por todo el habitáculo, como pelotas o muñecas de varios tamaños. Incluso alguna vez vomitaron sobre la tapicería de los asientos traseros, impregnando todo el interior de un olor amargo e insoportable.
Por fin volví al concesionario y fui adquirido por un joven veinteañero. Donde día si y día también me llevaba por todas las discotecas del reino hasta altas horas de la madrugada, buceando en los submundos de la noche y el bakalao electrizante.
Un día, la alta graduación del whisky, inusualmente esa noche adulterado, hizo que el organismo se viera abocado a alteraciones de los sentidos, principalmente todo lo concerteniente al equilibrio y a la visión, produciendo un estado lamentable de su persona con el gran peligro que suponía ponerse al frente de volante. Aceleró despacio y salió rumbo a su casa esquivando los imaginarios obstáculos de su cerebro. En cada curva que daba se salía un poco de la calzada y pisaba la zona de grava. En una de ellas, más cerrada que las anteriores, el coche primero se puso sobre las dos ruedas laterales y luego volcó dando vueltas sobre si mismo hasta ir a parar a un lago cercano a la carretera.
Flotaba sobre el agua como si fuera una gran gota de aceite, sin hundirse, inmóvil y silencioso, pero lentamente el agua iba entrando en el habitáculo, y cada momento que pasaba era más difícil mantenerse en la superficie. Primero fueron los pies los que se le mojaron, mientras que la puerta estaba atascada y era imposible de abrir. Luego le llegaba el agua a las rodillas y golpeó los cristales con la mano en un intento inútil de romperlos.
En pocos minutos la inundación le llegó al cuello y ya la desesperación y el miedo le hacía gritar en horrorosos lamentos. Por fin el coche se hundió y con él su inquilino, y yo. Pero cuando estaba todo perdido el cristal de la luna delantera estalló y una mano desconocida entró a gran velocidad para tirar del joven conductor hacia fuera.
Supongo que salvaron su vida porque yo sí que me fui hundiendo cada vez más hasta que las ruedas se posaron sobre el fangoso lecho del lago. Y allí en la más absoluta oscuridad y soledad descanso desde hace cien años, y definitivamente no viajaré más ni seré transformado como otras veces. Y reposaran mis restos hasta la eternidad de los días...

Fernando García de la Rosa.

La sinfonía y el caos

La sinfonía y el caos

No tengo miedo.

Ya sé que entre nosotros hay fractales
encendidos, como cuarzos de fuego,
que se expanden, se multiplican,
estallan y rebotan
en esquinas imposibles de espirales de luz.

El tiempo y el espacio
se han fundido en tres secretos
que estallan en la música
que besa y nos arroja hasta el vacío.

Pero tú y yo
buscamos cada rastro en el azul.
No tengo miedo, porque estás tú.

Isabel Delgado. Del libro: "Pentagramas de agua".

Mundo Simbólico

Mundo Simbólico

ABISMO

Toda forma abisal posee en sí misma una dualidad fascinadora de sentido. De un lado, es símbolo de la profundidad en general; de otro, de lo inferior. Precisamente, la atracción del abismo es el resultado de la confusión inextricable de esos dos poderes. Como abismo han entendido la mayoría de pueblos antiguos o primitivos diversas zonas de profundidad marina o terrestre. Entre los celtas y otros pueblos, el abismo se situaba en el interior de las montañas; en Irlanda, Japón, Oceanía, en el fondo del mar y de los lagos; entre los pueblos mediterráneos, en las lejanías situadas más allá del horizonte; para los australianos, la Vía Láctea es el abismo por excelencia.


De Diccionario de Símbolos. J.E. Cirlot

Arena de los mares

Arena de los mares

Hacía pocos meses que se había mudado a su nueva casa, una vieja mansión del siglo XIX, no muy grande, sombría, pero con un magnífico jardín victoriano y una piscina. Ya desde el primer día se dio cuenta de que allí había algo extraño. Sobre todo llamaba la atención un sepulcral silencio que lo invadía todo, tanto que parecía que estuviera totalmente deshabitada. Y soplaba continuamente el viento céfiro en todo su gélido esplendor, arrastrando las hojas secas que estaban esparcidas por doquier. Incluso en verano la casa parecía estar sumida en una sombría infinita que acongojaba el corazón.
Gustavo vivía solo. El caserón era enorme y aunque en sus tiempos de apogeo necesitaba de unos cuantos sirvientes para mantener todo en orden, ahora había decidido no contratar a nadie por temor a que pudieran alterar la paz que necesitaba para vivir. Apenas de vez en cuando se acercaba una pareja de la guardia civil para comprobar que todo estaba en orden. O algún chalado atraído por las historias de sus viejas piedras, ya que se decía en el pueblo que estaba habitado por un fantasma que se aparecía en las temporadas de plenilunio.
Con la llegada de las sombras nocturnas sucedió un acontecimiento muy extraño. Estaba leyendo en un sillón del salón, junto al crepitante fuego que manaba de las maderas de encina que ardían en la chimenea, cuando alguien golpeó en los cristales de la ventana. No eran tiempos de estar bajo las estrellas porque el frío del invierno estaba golpeando como hacía años que no recordaba. Cuando la abrió no había nadie al otro lado, instintivamente lo achacó a que en realidad el ruido fue causado por el azote del viento, o quizá una rama de los árboles cercanos que golpeó en los cristales. Volvió a sentarse en el mullido sillón, y otra vez volvió a oír los ruidos, esta vez sí fueron claros, y no cabía duda de que alguien llamó con los nudillos. Tuvo que comprobar que nadie se encontraba en el exterior, en el jardín dónde las sombras de la noche le envolvieron en un terrorífico paseo que le hizo ver monstruos donde sólo había arbustos. No encontró a nadie, vivo ni muerto. Tan sólo vio un pequeño montoncito de arena en el quicio de la ventana, como dejado ahí adrede para mandarle algún mensaje, pero no hallando una explicación racional a cómo podía haber llegado hasta allí, lo limpió con la mano sin darle mayor importancia y se refugió en el calor de la casa.
Unas horas más tarde, mientras dormía, unos ruidos insólitos de ultratumba le despertaron de su pacificador sueño. Alguien lloraba en alguna parte de la casa, o más bien gemía, de dolor quizá. O de tristeza. Al intentar dar la luz comprobó que no funcionaba, así que tuvo que coger un antiguo candelabro que estaba lleno de polvo de una mesita cercana para encender sus velas. Al salir de la habitación, la oscuridad del pasillo lo atraía como hipnotizado y se fue iluminado tan sólo por el pequeño haz de luz que desprendían las candelas. Cuando llegó al enorme salón, de donde provenían los lamentos, las luces se encendieron de repente, no sólo las del lugar donde se encontraba, sino las de toda la casa. Las fue apagando una a una, no sin haber dejado paso a un emergente miedo que se estaba adueñando de él como una mala hierba.
Cuando apagó la última luminaria sus ojos se fueron como un rayo hacia un montoncito de arena que había en el suelo, exactamente igual al del quicio de la ventana.
En los días sucesivos no pararon de suceder cosas paranormales. Puertas que dejaba cerradas amanecían abiertas, otras veces se cerraban bruscamente como azotadas por una gran tormenta. Los antiguos relojes de péndulo que había desperdigados por toda la casa solían dar las campanadas sin coincidir con el número que marcaban las manecillas, o daban cambiados los cuartos y las medias. A veces se oían ruidos psicofónicos, era como el rumor de las olas cuando rompen en un acantilado, como el sonido que produce el hueco de una caracola. Pero lo más inexplicable de todo es que siempre unido a estos fenómenos, en algún lugar de la casa aparecía un montoncito del mismo tipo de arena y en la misma cantidad.
Un día, cuando las sombras del ocaso cubrieron el horizonte oyó un monumental alboroto en la biblioteca. Ruido de peleas y gritos. Corrió hacia la sala pero no encontró a nadie y el bochinche había cesado, pero estaba todo desperdigado por el suelo. Los libros habían caído de sus estanterías y estaban esparcidos por todos los lados haciendo una alfombra de incunables. Misteriosamente un antiguo manuscrito cayó de las estanterías superiores hasta sus pies, no se sabe cómo, quizá algo o alguien lo empujó para que lo leyera y descifrara algún mensaje oculto. Cogió el códice entre sus manos y se recostó en un sillón para leerlo, pudiera ser que entre la tinta de sus páginas encontrara las respuestas a todos los fenómenos que se estaban dando en la casa.
En el epítome se contaba que hace tiempo, una pareja de enamorados que vivía en un pueblo costero de España, llamado Mecaplast, se subieron a un gran barco con destino al nuevo mundo, a los Estados Unidos, un país emergente donde sobraba trabajo y el oro abundaba en las lechos de sus ríos, todo el mundo lo llamaba el país de las oportunidades. Desgraciadamente durante la travesía el casco del barco chocó con un iceberg y se hizo una brecha por la que empezó a entrar agua a raudales, haciendo inevitable la tragedia, afectando a la estabilidad del crucero. Cuando se fue a pique sólo unos pocos afortunados consiguieron salvarse en los botes salvavidas.
El joven enamorado vio como en el fulgor de la devacle su amada subía a la barcaza con las mujeres y los niños, ella insistió en quedarse a su lado pero al soltarse de su mano se vio engullida en un torbellino de gente colerizada que la empujó hacia la pequeña embarcación.
Él se quedó en la cubierta con lágrimas en los ojos, sabiendo que su destino se separaba ahí mismo, porque ya no había más balsas y el barco estaba siendo absorbido por las fauces del gélido océano. De pronto el casco del buque se partió en dos y el hundimiento se hizo más precipitado. Sus pasajeros intuyendo el fatal desenlace se fueron todos a la proa del barco porque esa sería la última parte en hundirse. Pocos minutos después no quedaba nada del trasatlántico, tan sólo miles de objetos flotando aquí y allí esperando inútilmente ser rescatados por sus genuinos dueños.
El joven enamorado, loco de amor y de ira se precipitó en la vorágine de aguas en busca del dios Neptuno para pedirle que le devolviera a la vida y así poder estar con su amada. Le encontró en su morada submarina, una gruta enorme donde había multitud de peces de inverosímiles colores y criaturas del fondo de los mares desconocidas para él. Las sirenas, hijas del Dios eran bellísimas, y sus cantos te llenaban de paz y felicidad. Ya en el salón principal el Dios de las aguas tuvo a bien dar una oportunidad al desdichado, conmovido por su gesto de amor, le dijo que no volvería a verla sin hacer nada a cambio. Le retó a una prueba. Si ganaba conseguiría vivir, si perdía, tendría que cumplir un terrible castigo.
El Dios le dijo que todas las noches la luna se paraba en algún punto de su inmenso imperio, pero por más que lo había intentado, nunca consiguió tocarla. Por lo tanto, esa era su prueba, le tenía que conseguir la luna. Y tenía un mes para hacerlo.
Pasado ese tiempo volvió a la gran sala del reino, desolado porque no había conseguido atrapar a la luna, por lo que Neptuno le impuso un castigo.
Le condenó a vagar eternamente por el mundo de los vivos. Y sólo hallaría descanso cuando encontrara a su amada. Y en esa búsqueda su destino estaría unido al de la luna, puesto que sólo al decaer las luces del día y con la salida del satélite podría convertirse en hombre, pero en hombre de arena.
Por eso cada semana de luna llena aparece por la noche en las casas para buscar a su querida novia, y así poder los dos encontrar el descanso eterno, juntos hasta el fin de los días.
Y después de leer esta historia, cerró el libro y lo depositó en su estantería correspondiente. Le pareció un cuento horrible y muy cercano. Entonces comprendió. Se echó las manos a la cara para intentar frenar el llanto de lágrimas que inundaba su cara. Al apartarlas vio con tristeza cómo sus manos se iban convirtiendo en arena, y cómo todo su cuerpo se convertía en arena. Y recordó con nostalgia los días felices que pasó con su novia, y dio por zanjada la búsqueda en este viejo caserón abandonado desde el siglo XIX.


Fernando García de la Rosa

La tormenta del siglo

La tormenta del siglo

Nos lo estaban avisando continuamente por todos los medios de comunicación. El cambio climático era un hecho real y sus consecuencias se empezaban a notar en todo el mundo. Primero dijeron los entendidos que la temperatura aumentaría varios grados y más tarde cambiaron de opinión, diciendo que el planeta se vería azotado por una glaciación. La verdad es que los científicos no tenían nada claro. El presidente de los Estados Unidos se hizo adalid en la defensa de la utilización de petróleo como mejor fuente de energía, y eso hizo que en toda la tierra se consumiera el crudo que él y sus socios vendían a precios cada vez mas desorbitados.

Los primeros síntomas empezaron a notarse en países tropicales y poco preparados para las catástrofes naturales como huracanes, tsunamis y lluvias torrenciales. Las temperaturas variaron y se produjo una alteración de las estaciones verano invierno.

La historia que voy a contar no sé si tiene algo que ver con todo esto, ya que nevadas caen muchas, pero que lo hagan en Seseña un 15 de julio, no es lo más normal. Pero como no hay nada demostrado, sobre el cambio de clima que cada cual piense lo que quiera.

Cuando entré a trabajar el calor veraniego atizaba con todo su ímpetu, hasta los lagartos, extasiados de calor, buscaban la sombra. Todo indicaba que sería una tarde normal del estío. Pero a la hora de la siesta, cuando más pegaba el sol, el cielo empezó a ennegrecerse, y densos nubarrones se desplegaron, como un ejército, por el vasto y azulado cielo. Una tenue llovizna empezó a caer sobre las áridas tierras, a la vez que un emergente frío hizo acto de presencia.

Estuvo toda la tarde lloviendo, hasta que se formaron unos torrentes de agua que arrastraban tierra desde un cerro cercano a las instalaciones de carga y descarga, mientras que las temperaturas fueron descendiendo cada vez más como si fuera pleno invierno, tanto que a media tarde el frío era insoportable para las pocas ropas de abrigo que llevábamos, y terminó cayendo del cielo una ligera agua nieve hasta que se convirtió en una copiosa y acogedora nevada.

Los copos caían como cristales ingrávidos mecidos por el gélido aliento de Zeus, para depositarse en el suelo y formar una insignificante capa de nieve. Horas más tarde lo que empezó como una anacrónica anécdota se fue convirtiendo en una nevisca cada vez más abundante que hacía peligrar la utilización de coches sin las pertinentes cadenas para evitar patinajes indeseados. Al anochecer, la nieve ya tenía un metro de espesor y nos dejó totalmente incomunicados a los trabajadores de la fábrica, incapacitados de poder utilizar nuestros vehículos, además sin luz ni agua corriente, ya que se habían congelado las tuberías. La necesidad sacó a relucir los instintos más feroces del ser humano y alguien reventó las máquinas expendedoras de refrescos, y más tarde, cuando apareció el hambre, también las de bocadillos, acabando en pocas horas con las escasas provisiones de las que disponíamos. Ni siquiera funcionaban los teléfonos móviles. Nada de nada, estábamos totalmente aislados del mundo. Rodeados de un interminable silencio blanco.

La noche se presentaba larga y con las esperanzas puestas en que cesara pronto el temporal y se derritiera la nieve, o en su defecto, que algún equipo de rescate fuera a buscarnos lo antes posible. Pero ante la incertidumbre de los acontecimientos, empezamos a prepararnos para pasar la noche todos juntos dentro de la fábrica. Hicimos varias fogatas con cartones y palés de madera, y alrededor de las hogueras, como si fuéramos druidas celtas, sentados con el rostro iluminado por las lenguas de fuego, empezamos a contar historias de todo tipo para pasar el rato, acurrucados unos con otros para darnos calor y arropados con plásticos y cartones.

Inevitablemente, la escena hizo que mis pensamientos volaran atrás en el tiempo, cuando de muchacho me iba con mis amigos de acampada a la montaña, con una tienda de campaña perdidos entre un sin fin de pinos, acompañados tan sólo por el repiqueteo de lo pájaros, disfrutando de las noches embaucados en los efluvios etílicos de la luna.

Pero ahora no era tan divertido, la tormenta no amainó, el día siguiente amaneció envuelto en nubarrones opacos y ventiscas alpinas prolongándose durante horas, que se convirtieron en días, haciendo de la nave una cueva troglodita calentada con fuego y carente de las comodidades de hoy en día.

Pasaron cinco días, y entre mis compañeros se fueron creando vínculos de amistad que en algunos casos llegó incluso a convertirse en amor, dando rienda suelta a sus instintos, perdidos entre las máquinas. La desesperación y la soledad fueron mermando la vanidad de algunos, y poco a poco, hasta los enemigos dejaron de serlo para convertirse todos los trabajadores en algo más que compañeros, en amigos, más aún, en hermanos, donde todo se compartía y todo el mundo se consolaba fraternalmente. Otros en cambio, agobiados por la incertidumbre del aislamiento, sucumbían a los encantos de la ira y la violencia se apoderaba de ellos hasta que el enfrentamiento verbal, y algunas veces físico, hacía acto de presencia. A dos de ellos hubo que separarlos entre varias personas porque embaucados en una discusión, no se sabe por qué motivo, se dieron de golpes hasta llenarse la cara de sangre que le manaba a uno de una brecha en la ceja, y a otro de un corte en el labio.

La escasez de víveres y el peso de la soledad nos llevó, inexorablemente a plantear una salida al exterior, en busca de ayuda o de algo que poder comer, quizá en alguna casa cercana todavía se encontraba alguien que no hubiera huido del temporal, o hallarían algunas latas de conserva para aplacar el hambre voraz que empezaba a hacer mella en los, cada vez más famélicos, cuerpos de los trabajadores.

Durante la gran borrasca salieron cuatro de los más valientes, ataviados con improvisados anoraks de cartón y corcho para protegerse de las bajas temperaturas. Deambularon por encima de la nieve hasta llegar a un pequeño bar de carretera cercano, pero no hallaron sino silencio y frío, la despensa vacía, y un horizonte nublado amenazante de nuevas precipitaciones. Fueron conscientes de que se encontraban en medio de un desierto de nieve inexpugnable que convertía su habitual puesto de trabajo en una cárcel de desahuciados.

El hambre cada día que pasaba se hacía más amenazante, transformando a los pobres condenados en unos voraces depredadores, capaces de comerse las asquerosas ratas que caían viciosas en las improvisadas trampas, incluso alguien planteó cocer una bota y comérsela, como hiciera Charlot en una de sus películas. Otro, quizá, retrotrayéndose a costumbres de sus ancestros, daba rienda suelta a pensamientos antropófagos, haciéndosele la boca agua con el deleite del sabor de una carne desconocida pero que para él sabría como el mejor de los asados, y al final avergonzado descartando tan horrorosa idea.

Empezaron a oírse lamentos, tristes como la amargura, de aquellos que se sentían solos, que echaban de menos a sus seres queridos. Unos pensaban en las suculentas comidas que preparaba su madre el fin de año, cuando se reunía toda la familia alrededor de una gran mesa, repleta de viandas. Otros pensaban en sus novias, en sus abrazos y sus besos, y se acordaban de cuando hacían el amor en el coche. También en los lamentos hay un hueco para las queridas esposas y las sonrisas de los hijos, algunos para la lascivia de sus amantes. Y todos con la mirada perdida en ninguna parte pensaban en cómo eran sus vidas y en lo mucho que lo echaban de menos, hasta las cosas más insignificantes.

Con el amanecer del séptimo día, las trompetas de los cuatro jinetes del Apocalipsis enmudecieron ante el fulgor de un resplandeciente sol. Las nubes se abrieron y el cielo creció, y del Olimpo bajaron los dioses para derretir la nieve y dar la bienvenida a la esperanza, al renacer de un nuevo mundo copado por el respeto a la madre tierra y a la racionalización en el huso de energías. El verde de la hierba emergió para dar cabida, en los vuelos de su clorofílica capa, a inmensidad de flores de mil y un colores que abrieron sus pétalos para dar la bienvenida a los moradores olvidados de la fábrica.

Fernando García de la Rosa

Amor, dulce amor

Amor, dulce amor

Ni siquiera los melódicos trinos de los jilgueros, apostados en su ventana al amanecer, eran capaces de hilvanar los suficientes sentimientos felices, como para disponerse a disfrutar del nuevo día. Su vida se había convertido, con la sucesión de semanas sumido en el desasosiego, en una gran losa opaca que tan sólo dejaba pasar, por los requiebros de una grieta sumisa, un rayito de felicidad y esperanza, un resquicio de luz por donde se colaba el amor que sentía hacia una compañera de trabajo, un tragaluz que le mantenía vivo sólo si ella estaba a su lado, en la misma máquina que él, en la fábrica, en Mecaplast.

Claudia nunca fue una chica que embelesara el entendimiento masculino solamente con un embriagador perfume, o con una desoladora caída de ojos, pero para Juan el olor almizcleño junto con su sonrisa picasiana, le hacía caer mareado en el ocaso de sus pupilas, luchando por salir, como un ratón de la ratonera, del cautiverio que le provocaba su sola presencia. La extremada delgadez de la que hacía gala le asaeteaba con infinidad de pensamientos, donde se veía con ella abrazándola únicamente con el arco de su musculoso brazo.

Él tampoco era de los que levantaban pasiones entre las féminas, pero contrarrestaba la falta de emulación de Adonis con cierto gracejo y una verborrea desbaratada e imparable, que acrecentaba, por lo menos, la simpatía de sus compañeros.

Durante la jornada solían estar separados por un abismal espacio de escasos metros. Cada uno en una máquina, pero tan cerca que sus miradas caían en lo inevitable, cruzándose más de mil veces. Sin hablar, sin gestos, sólo con pequeños detalles creaban un mundo imaginario de amor y deseo, de esperanza. Se lo decían todo, se besaban, se abrazaban y yacían juntos en el mismo lecho, en un tálamo nupcial de sábanas perfumadas. Siempre al girarse, sus ojos se encontraban, era como si no hicieran otra cosa que mirarse las ocho horas. En la distancia se abrazaban, se amaban, pero a la vez, se esquivaban.

Sin embargo, cuando estaban solos uno al lado del otro, tomando un café en la zona de descaso, o en el comedor a la hora del bocadillo, los dos callaban su oculto y anhelado amor, distrayendo la mirada para evitar encontrarse, y en silencio para evitar herirse.

Él aprovechaba cualquier circunstancia para estar junto a su amada, para nadar en la fragancia marina de ella, para sentir el calor de su cuerpo a escasos centímetros del suyo, para oír cómo manaba un néctar de palabras de su boca de terciopelo. A veces, incluso inmiscuyéndose en conversaciones ajenas a sus ideales e intereses, sólo para entrelazar unas titubeantes palabras. Y cuando alguna vez se quedaban hablando en una buscada soledad, el interés del diálogo decaía a la vez que aumentaba el ensimismamiento electrizante de sus ojos, siendo imposible mirar a otro sitio que no fuera el cristal de los luceros de su cara.

En escasas ocasiones se rozaban las manos fugazmente, sintiendo una punzada de amor en el corazón. Pensando que el susurro silencioso del calor de la piel, era el principio de un mar de caricias, que inexorablemente se rompería en un mundo de besos y abrazos. Los dos sabían que se amaban, sentían la pasión del uno por el otro. Tan sólo con las miradas...

Pero el desalmado calvario llegaba al caer la noche, cuando entre las sombras de su habitación vislumbraba imaginariamente la sonrisa de ella, y sólo acudían a sus efímeros ojos un sinsabor de lágrimas contenidas. La simple evocación de su mirada le hacía debatirse entre dos mundos opuestos de incertidumbre y temores.

Y ante tanto dolor contenido, la rabia hacía acto de presencia cuando pensaba en el martillador recuerdo de haberla visto hablando con un compañero, guapo y simpático, por el que había mostrado alguna inclinación sentimental. La tortura le llegaba en forma de carcajadas cómplices cuando estaban los dos juntos, unos metros alejados, a la vez que entornaba los ojos desafiantes, sabedora que sus actos eran viles cilicios que martirizaban con certeza el corazón de él, que consumido por los celos, les daba la espalda para distraerse con otros banales quehaceres.

Un día, al salir de trabajar, en los albores del alba, el coche de ella empezó a agonizar y se negó en rotundo a arrancar. Él se acercó con decisión, aunque sin tener ni idea de mecánica, con el fin de arreglar el problema. Pero todo fue inútil, estaba claro que la vetusta batería había claudicado ante el furor marchito del paso del tiempo. Se ofreció caballeroso a llevarla hasta su casa, y ella aceptó encantada y nerviosa. Por el camino los dos se precipitaron en un torbellino de palabras, haciendo imposible el reinado del silencio, sumergiéndose en el abismo de una conversación intrascendental, haciéndoles soñar por unos instantes que hablaban como una pareja de enamorados.

Aquella noche, como tantas otras, el sueño no acudía a socorrerle, no podía dejar de pensar en ella, atormentado por el recuerdo de su perfume y bañado por el dulzor de su sonrisa. Se sintió feliz por unos instantes ante la evocación de los momentos compartidos, y a la vez desgraciado, porque los tan efímeros minutos no se hubieran convertido en algo eterno, llegando incluso más allá, cuando sus cuerpos se vieran reducidos tan sólo a cenizas.

Le quedaba la esperanza de dar el paso decisivo, declarando sus sentimientos con sinceridad y valentía. Pero ¿y si ella le rechazaba? ¿Y si le decía que estaba equivocado y que sentía por él la mayor de las indiferencias? Le embargaba el miedo de que tras la declaración de amor, ella ni siquiera le dirigiera la palabra, que le esquivase en el trabajo, que en definitiva, le hiciera sufrir más de lo que sufría ahora por no alcanzar a conseguir un hueco en su corazón. Probablemente tendría que abandonar el trabajo para no vivir con esa carga el resto de la vida. Sólo con verla y saber que entre ellos no podía haber nada, sería un tormento insoportable.

Intentó enamorarse de otras chicas, pero con resultados inútiles. Con una, incluso llegó a salir un par de meses, se divertían juntos tomando copas los fines de semana, y viendo alguna película en el cine. Pero al no haber sentimientos de fondo, la relación claudicó ante el imparable aburrimiento y la obsesión por Claudia, de la que no conseguía desprender sus más afectuosas pasiones.

Una tarde, ella sufrió un súbito desmayo. Cuando la vio, las zapatillas de Marte le dieron alas para acudir veloz a su lado, con el corazón reducido al mínimo, asustado por el atípico desenlace. Cuando estuvo con ella, se arrodilló para acoger la cabeza de muñeca entre sus brazos, descansando en su humilde regazo, dándole el calor del amor de su pecho. La sola observación del sueño que tenía abrazado le producía, por unos segundos interminables, un gran deleite, que al apartar con una mano los mechones de pelo que ocultaban sus ojos cerrados, el mundo de alrededor tomaba un carácter celestial. Lentamente, haciendo surcos de lágrimas por sus mejillas, acercó sus quebrados labios al corazón de su sonrisa dormida, hasta que, ante la mirada atónita del personal, depositó un suave y efímero beso sobre las carnosas líneas de su boca.

Nunca antes se había mostrado tanto amor con un gesto tan insignificante, y los observadores comprendieron que el amor era algo sublime que se les escapaba por los dedos.

Claudia, postrada sobre él, inconsciente cual Bella Durmiente, despertó de su pasajero letargo mostrando una impoluta sonrisa de cristal, tras unos instantes de desconcierto y confusión le asió la nuca con delicadeza y le atrajo hacia ella para, esta vez si, darse un fuerte y sellador beso con el que rubricarían el principio de una vida de amor.

Fernando García de la Rosa

Pasaron los días del frío

Pasaron los días del frío

Este brillo, esperanza por ser primavera,
 sangra a destellos el fuego de vida
 aunque naciera humedad y misterio.
 
-Brisas en fuga de otras nubes
 esperaron la mañana para huir
 y dejarnos tan solo su esencia-
  
Cae la lluvia que estalló sobre la hierba
 y su destino, que ha fecundado la tierra,
 poco a poco,
 gota a gota,
 y lentamente,
 sabe,
 seguramente sabe,
 que febrero ya pasó
 y que se cumplieron
 todos los días del frío,
 todos los tiempos del invierno.
 
 
Isabel Delgado

Recuerdo la mirada de lejos

Recuerdo la mirada de lejos

Recuerdo la mirada de lejos,
el viento hosco de aquellos días,
el paisaje y sus abiertos caminos
el aire de nubes, a tu espacio de vida.

¿Quién, mañana, dirá quién fuiste?
Sombra de ti es esta nostalgia,
vago polvo de palabras
que hoy se aventan al olvido.

Más allá de estos muros del tiempo,
de este desierto sin nombre,
más allá de mi mismo te hubiera mostrado
la posible, necesaria humanidad de otra vida.

Hoy aún me duele aquella vieja herida
cuando tras la ventana
miro la noche beber la distancia
de un sueño borrado, de un fuego dormido
en la fría y oscura dignidad del silencio.

Aurelio Campos

Miras cómo se alejan los días

Miras cómo se alejan los días

Miras cómo se alejan los días
como breves nubes pasajeras.
El paisaje se desvela en tus ojos
como claro designio de la luz de tu sueño
y te adentras hacia amados recuerdos
hacia esa música en que se abrazan los árboles
como nobles hijos de la paz de la tierra.
Ignorante de las atrocidades del mundo
respiras las horas, te laten los días,
detienes, un instante, tus pasos
ante la mirada azul del crepúsculo
-abierta sed de horizontes-
que acogen, en vuelo fugaz,la verdad de tu vida.


Aurelio Campos

Desde este apartado recinto. Por Aurelio Campos.

Desde este apartado recinto.  Por Aurelio Campos. La exaltación de la naturaleza, la evocación de las vivencias inolvidables de la infancia, la nostalgia no desprovista de dolor en la contemplación de un mundo que se escapa tras las esquinas del tiempo, son algunas de las claves de este libro. El espacio vital del hombre vinculado en su quehacer cotidiano a los designios de la lluvia y la tierra, del sol y del agua en donde el gozo de sus frutos, a pesar de las duras condiciones que imponen para obtenerlos,deja su sello en un espíritu creador de valores humanos.
Tal experiencia cobra su mayor sentido cuando los medios o los orígenes se han desarrollado en un ámbito de escasez donde las primarias oportunidades que confiere la vida aportan,por otra parte, vivencias que trascienden las huellas de la memoria.
D.E.A.R. es un poemario que no se puede leer de un tirón sino que hay que paladearlo poema a poema hasta encontrar ese transfondo, esa hondura humana que trata de exponer el poeta. Un libro recomendable, lleno de sentir y de sentido cuyo efecto nunca nos podrá dejar indiferentes.


Descifrar el idioma de una mirada

Descifrar el idioma de una mirada cuesta tanto
como aprender a escuchar sin voz.


Esther

La dulce armonía de Montse

La dulce armonía de Montse

Desde este rincón aliado de las letras deseamos felicitar la labor artística de una compañera y amiga sin igual: Montserrat. Sus trabajos caligráficos, realizados con una destreza, habilidad y sensibilidad extraordinarias, merecen con creces aparecer en primera plana de nuestra revista cultural. Numerosos premios, menciones y un trabajo persistente avalado por el criterio de cualificados especialistas de la caligrafía nacional, la avalan a una medievalista con corazón añejo pero con espítitu poético y esencia deslumbradora. En su página web (montse-lletresifotos.blogspot.com/) los internautas podrán gozar de su tarea creativa actualizada mes a mes. A partir de ahora los integrantes de Cálculos del aire nos congratulamos con incorporar un enlace permanente a su espacio en red y, de esta forma, iniciar un hermanamiento artístico de proyección y futuro.

¿Recuerdas?

¿Recuerdas?

En mi memoria siempre estarán presentes las vivencias de los años de niñez, que a lomos de una nebulosa azul con olor de golosinas y bañadas por un haz de chicles de fresa, vienen a mí para dejarme la mirada perdida en el infinito. Una infancia donde la noche de reyes era una de las más importantes del año. Donde si tenía suerte, al pie del árbol de navidad siempre había uno o dos regalos. No como ahora, que Melchor, Gaspar y Baltasar derrochan en las casas medio centro comercial.
Como ya soy mayor y me encuentro metido de lleno en esta sociedad consumista, los regalos navideños, hace tiempo que dejaron de ilusionarme. Por eso, el año pasado pedí a los Reyes Magos un deseo. Volver a ser niño, aunque fuera tan sólo por un día. Algo imposible, claro... O tal vez no.
Esa noche no pude descansar tranquilo, pensando en la idea de que tal vez, cuando despertara y me mirara en el espejo, me vería a mí mismo a la edad de siete u ocho años. Con el pelo revuelto por los remolinos y la boca mellada de dientes que se había llevado el Ratoncito Pérez. Sin embargo, desperté siendo hombre, sobresaltado por el estallido de la alarma del despertador, recordándome con toques de campana que me esperaba el trabajo en la fábrica.
Al llegar al tajo me llamó la atención que el aparcamiento estuviera desierto de almas y coches. También echaba de menos que en los vestuarios nadie dijera obscenidades ni comentarios machistas. Pero no pasaba de ser algo raro. Así que me fui hacia la puerta de entrada a la planta, abrí y pasé.
Ante mí se desplegó todo un mundo fabuloso de color, donde la tercera dimensión del espacio había volatilizado su existencia, y todo lo que me rodeaba era una película gigante de dibujos animados. La abigarrada vegetación, mucho más alta que yo, me envolvía por todas partes, abrazándome con un sin fin de flores y plantas. De una petunia añil asomó una cabecita que me resultaba familiar. Era la abeja Maya, y haciendo guardia al pie del tronco, el saltamontes Flip se echaba una siesta, protegiendo sus ojos de los rayos del sol con la chistera calada hasta la nariz.
Al verme, salieron asustados, escabulléndose entre la frondosa flora. Corrí azarosamente detrás de ellos, notando en mi cara los arañazos que me producían las ramas y hojas. El multicolor follaje se fue aclarando hasta llegar a convertirse en campo abierto, en un gran prado donde a lo lejos, se veía una extensa superficie de bosque espeso. Me encaminé hacia él, meditando sobre lo que me estaba ocurriendo, y llegué a la apabullante conclusión de que el deseo de reyes se me había cumplido en parte. No era niño, pero estaba inmerso en un mundo imaginario creado por los recuerdos de mi niñez, que no eran otros que dibujos animados.
En el parque arbóreo había una amplia variedad de animalillos, pero dos en especial llamaron mi atención, dos ositos pequeños, uno blanco y otro marrón, Yaqui y Nuca revolcándose juguetones por el suelo. Fugazmente vi a otros dos osos más grandes corriendo, uno de ellos con sombrero y corbata, y en la mano una cesta de mimbre, supongo que con suculentos emparedados. Era el oso Yogui, al que perdí de vista antes de que dijera con su voz característica “¡Vamos Bubu!”.
El suelo del bosque se fue convirtiendo en cuesta, el camino se hizo pedregoso y a mis piernas le costaban seguir con la ascensión. Las altas montañas nevadas se veían ahí, casi podías tocarlas con los dedos, y las cabras saltaban de piedra en piedra como si de un absurdo juego se tratara. Y más abajo, en un claro del valle, el cabrero Pedro cuidaba el rebaño, sosteniendo entre sus brazos con amor maternal a Copito de Nieve. Supongo que Heidi estaría en la cabaña con su abuelito, el viejo de los Alpes, el cual, nunca he sabido como se llamaba.

Decidí dejar pasar la ocasión de conocer a la niña de sonrosadas mejillas, puse rumbo hacia el pueblo que se veía abajo en la llanura, cientos de casitas con tejados puntiagudos, donde reinaban solitarias las chimeneas, dando bocanadas de humo hacia el cielo azul. Eran las calles de Génova, plagadas de gente, pero de entre toda la multitud me fijé especialmente en un niño, con la mismita carita de Heidi, pero con un mono blanco en el hombro. No me llevó mucho tiempo colegir que se trataba de Marco y Amedio, vagabundeando por los suburbios buscando a su mamá. Le di unos caramelos y entablamos una cierta amistad. Los dos juntos fuimos andando hasta el puerto. Él iba buscando la nueva remesa de pasajeros que bajaban de los barcos, atracados en el muelle, mientras que yo me quedé fascinado al ver un gran navío vikingo, donde desde la cofa del palo mayor, Vickie me hacía señas y me invitaba a embarcarme para vivir nuevas y excitantes aventuras.
Fui aceptado como miembro de la tripulación y zarpamos enseguida. No tardamos en estar en alta mar y desplegar las velas, mientras el capitán, el padre de Vickie, con un parche en el ojo y los dientes picados, daba órdenes a los marineros.
Se desató una fuerte tormenta, y el gran oleaje provocaba un zarandeo descomunal que acabó tirando por la borda a todos los marinos, excepto a mí. Los tremebundos rayos y truenos se amainaron un poco y dejaron paso a un espléndido sol, arropado por una ligera brisa, insuficiente para mover las velas. Yo estaba solo, en un barco vikingo, en algún lugar perdido del océano.
Creía que terminaría muriendo deshidratado como un papiro, pero de las aceitosas aguas emergió, volando hasta el cielo, un robot de titánicas dimensiones, Mazinguer Z. Volvió a descender hasta el mar, muy cerca de la nave, para cogerla con sus manos de acero e izarla hasta surcar la línea del horizonte. Pronto bajó hasta que la quilla del barco tocó suelo firme, en el jardín de una casa. Ya no era de dibujos animados sino de imágenes reales. Por un lateral de la vivienda vino una niña. Pelirroja, con dos coletas, pecosa y dientona, con un vestido mini y medias de rayas multicolor. Era Pippi Langstrump, montaba sobre su caballo, pequeño tío. Con el horripilante mono, y sus dos repelentes amigos, Tomi y Anica.
Me sobresalté cuando alguien me dio unos toquecitos en el hombro. Ladeé la cabeza hacia un lado para ver cómo unos dedos gordos y robustos, se posaban con escasa fuerza. No me hubiera dado miedo de no ser porque el color de la piel era verde. Me giré y allí estaba, con sus casi dos metros de altura, músculos anormalmente desarrollados y la ropa echa jirones. El Increíble Hulk me sonreía y me invitaba con la mano a que le siguiera. Por el camino fui testigo de su trasformación, de cómo iba menguando su volumen y su color esmeralda hasta convertirse en un ser humano normal, sin superpoderes ni nada. Llegamos a un barrio, Barrio Sésamo, por sus calles sólo había friquis y muñecos de gomaespuma. Vi a Don Pimpón y a Espinete, al viejo Julián con su kiosco y a Chema, el panadero farlopero. Estaba Epi y Blas, Coco, Triqui, y pegados a un muro de piedra, Caponata y Perezjil jugaban con un globo, dos globos, tres globos. Un poco más allá, estaba aparcada La Guagua, repleta de tigres y leones, que todos querían ser los campeones. Torrebruno, con su típico acento italiano, cantaba canciones de Parchís y los Payasos de la Tele.
Las notas de las melodías de mi infancia se mezclan con aquellas otras, que todas los tardes repetían unos niños antes de acostarse, y que decían “vamos a la cama que hay que descansar...”
Y así, con ese campanilleo en mi cabeza, me pierdo en un mundo soporífero de recuerdos. Y mezclados entre sueños, siento cómo la mano de mi madre me arropa con las sábanas y me da un beso en la mejilla, con el cariño que sólo ella me sabe dar.


Fernando García de la Rosa

Abducción

Abducción

Nunca olvidaré aquel verano de finales de la década de los 60, en el que después de trabajar en la fábrica durante toda la noche, al término de la jornada me esperaba la experiencia más extraña y paranormal de mi vida.
Eran las seis de la mañana cuando, como todos los días, aullaba la sirena del cambio de turno. Los que entraban tenían cara de haber dormido poco y apenas gesticulaban, con desgana plomiza, un saludo con los que salían. También soñolientos por el trabajo nocturno.
Me retrasé un poco charlando con un antiguo amigo que hacía años que no veía y que había empezado a trabajar a primeros de mes. Por lo animado de la conversación pasó el tiempo sin sentirlo y demoré mi salida casi media hora.
Ya fuera, en el exterior del recinto, el aire fresco reavivó mis pulmones, a la vez que un extraño sentimiento convergía en mi interior desembocando, inexorablemente, en los abismos del miedo. Las farolas, que solían iluminar el aparcamiento, esta vez no funcionaban y todo estaba sumido en una tenebrosa oscuridad. El resto de mis compañeros se había marchado en busca de sueños de placer. Yo era el único y solitario trabajador que permanecía allí, de pie, contemplando las estrellas y respirando profundamente, cada vez más deprisa.
Empecé a oír un imperceptible zumbido proveniente del gran cielo azabachado. Alcé la mirada y vi algo oscuro que empezaba a ocultar el brillo de los astros del cielo, convirtiendo la bóveda celeste en un gran vacío negro. Mis pupilas parecían atraídas, como por imán, hacia la extraña nube, impactadas por una mezcla de sensaciones, entre impresionadas y asustadizas. De repente, cientos de luces multicolores deflagraron de aquel, ya sin lugar a dudas, OVNI. Eran lenguas de luz de diferente intensidad y matices, que dirigían su luminosidad en todas las direcciones posibles. Con el resplandor policromado pude cerciorarme mejor de que no estaba soñando, y que se trataba de una nave con forma convexa y aplanada, como un plato vuelto al revés. La gran superficie, que abarcaba todo el aparcamiento y parte del tejado de la fábrica, se desplazaba con languidez enfermiza, proyectando desde el centro de la circunferencia de su base, un gran rayo azul de un metro de ancho, que temerariamente, se iba acercando hacia donde yo estaba.
Intenté salir corriendo, en una huida inútil de lo desconocido, pero un agudo zumbido se clavaba en mis oídos como alfileres, dejándome paralizado como una estatua, inútiles mis músculos, y con toda seguridad, perturbando mi entendimiento y raciocinio para el resto de mi vida. Cuando el haz de luz lapislázuli me envolvió en su neblina celestial, empecé a levitar sobre el suelo en ascensión perpetua, y como una insignificante mota de polvo fui volando hasta el interior del artefacto volante.
Cuando cesó el efecto de ingravidez también mi cuerpo cedió ante el fin de la paralización, devolviéndome a un estado de cordura y desentumecimiento de las articulaciones. Giré sobre mi persona y contemplé con asombro el singular habitáculo donde me encontraba. Era una sala circular, sin ventanas y carente de puertas aparentemente a la vista. Las paredes eran de color turquesa, sin ningún tipo de adorno ni ornamentación, lisas, frías, tristes. En el centro del ruedo había una camilla similar a la de los quirófanos de los hospitales, pero sin ningún tipo de aparato o utensilio alrededor que delatara tratarse de algo más que un mueble para el descanso.
Mientras miraba la mesa percibí una presencia anormal a mi espalda, notaba que me observaba, me giré y frente a mí descubrí, con asombro, a tres individuos que por la morfología que tenían sus cuerpos, no cabía duda de que eran seres de otro planeta. Se asemejaban a los humanos, pero resaltaba la extraordinaria altura, como de dos metros y medio, y evidenciaban un conjunto anormalmente delgado. Lo que más me llamó la atención fue el volumen desproporcionado de la cabeza y la excesiva longitud de los dedos de las manos. Los ojos eran negros y opacos y no dejaban ver, en ningún momento, hacia dónde dirigían sus miradas. Iban desnudos pero carecían de vello alguno o de algún órgano sexual que indicará si era femenino o masculino, lo más posible es que estuvieran tan evolucionados que no necesitaran sexo para reproducirse... o que no lo tuvieran a la vista, como comprobé más tarde.
Uno de ellos me apuntó con un artilugio que se parecía a una pistola, pero que en vez de cañón tenía una gran bola dorada. Vi que de la esfera salía un rayo de color rojo y que iba a perderse directamente en mi pecho, no sabía si era un láser o algo parecido, pero los efectos sí que los noté. Porque me quedé petrificado sin capacidad de realizar movimiento alguno. Mis manos, mis piernas, mi cabeza, todo estaba inmóvil. Podía oír y ver, pero nada más. Hablaban entre ellos con un chillido similar al que hacen las ratas y entre los tres me cogieron y me tumbaron en la camilla. Boca abajo.
Cortaron mis ropas con una especie de bisturí y me despojaron de cualquier tela que estuviera en mi cuerpo. Desnudo y en posición decúbito prono sólo podía ver el suelo, y así, con un campo de visión tan reducido, no me di cuenta cuando uno de los extraterrestres se subió encima de mí. Noté la frialdad de su cuerpo contra el mío, como si me acariciara un sapo. Y su aliento de cloaca me producía escalofríos en mi nuca. No podía moverme, pero lo noté. Algo frío entro en mi recto como un obús. Ni siquiera me inmuté, no sentía dolor, ni placer, pero sí rabia e impotencia por el atropello sexual al que me veía sometido. Ni tan siquiera podía gritarle que era un marciano hijo de puta. Nada. Sólo podía esperar a que terminara de meter y sacar aquello por mi ano. Aunque yo pensaba que eran asexuales, la silenciosa sodomización me indicaba lo contrario.
No sé en qué momento del acto sentí cómo un sopor se adueñaba de mi cuerpo, incitándole a perderse en un jardín de suaves olores y mullidos colchones de hojas, donde reposar mi espíritu y descansar mi alma. Me dormí. Un sueño embriagador y placentero fue relajando mis músculos inmóviles, hasta que el bienestar se adueñó de mis neuronas, sumiéndolas en un letargo inevitable.
Solitario y en cueros me abandonaron en aquella extraña sala oval. Cuando se pasaron los efectos del láser volví a ser consciente, me levanté para buscar una salida por la que escapar. Las paredes eran lisas, tan sólo un pulsador, parecido a las setas rojas que tenían las máquinas de la fábrica, para hacer paradas de emergencia. Tras darle un buen porrazo con la palma de la mano, como solía hacer en mi trabajo, una puerta oculta subió hacia arriba, enrollándose como una persiana. Tras despojarme de la duda de si seguir adelante o no, traspasé el umbral, desnudo como iba, en busca de una vía de escape. A través del pasillo desemboqué en una gran sala, me bastaron unos segundos en la estancia para hacer que flaquearan mis piernas, amenazando una rotunda caída. Por todas partes había gigantescos frascos de cristal, y en su interior, seres humanos, flotando en algún líquido para conservarlos, formol supongo. Había de todo, hombres, mujeres, niños. De todas las edades y razas. Y en el centro una mesa con probetas, pipetas y quemadores. Sin duda era el laboratorio donde llevaban a cabo sus experimentos, donde con toda seguridad pensaban llevarme a mí.
Absorto con la visión horrorosa que tenía delante, me sobresaltó oír tras de mí un pequeño chillido de rata, me volví y me encontré de frente a un alienígena. No sabía si era uno de los de antes, porque todos parecían iguales, pero me apuntaba con su pistola, y otra vez, un rayo rojo salió de la bola de oro y fue a fijarse en mi abdomen. Y al quedarme inmóvil empecé a pensar en una nueva violación o en algún experimento con mi cuerpo. Pero antes de saber nada, me dormí en un sueño profundo.
Me despertó el frescor de la mañana, acariciándome la cara con sus dedos de roció. Estaba solo en el parking, tumbado en el suelo, más bien tirado como un pañuelo usado. La consciencia fue haciéndose hueco en mi cerebro y me di cuenta de que todo había sido un sueño provocado por un desmayo involuntario, a causa de una bajada de tensión arterial, o algo así.
Me incorporé un poco y me senté. Estaba vestido con mi ropa gris de trabajar. Mi mano se dirigió hacia el antebrazo, atraído por un incipiente picor. Al mirar la causa del rascamiento, la sangre se me heló al comprobar que tenia un tatuaje que no sabia cómo había llegado hasta allí, era el dibujo de una mano, pero con los dedos corazón y anular separados, formando una V. Intentaba convencerme a mí mismo de que con la caída había perdido la memoria y no conseguía recordar cuándo me hice el Anagrama. Pero al levantarme y andar unos pasos, un dolor anal hizo que la pesadilla de los extraterrestres volviera a mi memoria, confirmándome que todo lo que había pasado no era una invención, y que verdaderamente, yo había sido victima de una abducción de los extraterrestres.


Fernando García de la Rosa

Nicolás López Dallara

Publicaciones:

Revista Voces, número de Marzo 2007:
Poemas : Cinco Caracteres – La mar en calma
Relatos : Un hombre con sentimientos puros

Semifinalista del Concurso poético Amarga Hiel:
En cada letra te desnudas (Publicación en este próximo septiembre)
Revista cultural Baraka, Salamanca


La indignación (contra rosaledas)

La indignación (contra rosaledas)

La rosaleda alzó su verja y dijo:
-De mi vientre no saldrás.


Mi voz se había cerrado en cicatriz
de tanto amar de tantas alas
que le había dado a las palabras
laberinto de rosas y de heridas.
Ay, ayer
que mejor no fuera ay
que otra lengua aprendida
me dé fuerzas. Sí,
un sí como una escalera
un sí serpiente
que apriete enlazados nudos
anillos de realidad
que se sostengan
como la nube como la espina como el pájaro
como las vocales de los besos
alargadas siempre atadas
por un nexo, por un sexo
que sea
labrador de confidencias.

Nuria Rovira

Nuria Rovira

(Madrid, 1982). Dispone de estudios de Filología Hispánica por la UAM. Vive en Madrid y le gusta leer. Lleva gafas, tiene el pelo disparatado y escribe y dibuja sin parar. Ha sido premiada en dos ocasiones felices, ha enseñado español en Polonia, y ahora dirige una revista literaria “13Trenes”, mientras trabaja de editora.
Cree que es muy importante abolir las leyes tontas y repartir panes.
En fin, su propósito en la vida son los libros con ilustraciones y para niños.
Ah, y la poesía.

La Leyenda de la Xtabay

La Leyenda de la Xtabay

Bajo la luna del Mayapan, en el abrigo de los templos de los itzaes, surge la leyenda que se refiere a la mujer Xtabay . Como joya de milagrería se conserva
para deleite de quien la oye o de quien la lee; historia que no se borrará jamás,
porque ha quedado escrita en los libros antiguos y en las páginas sagradas del
recuerdo maya.
Dice pues la leyenda que la mujer Xtabay era una mujer inmensamente bella
que solía agradar al viajero que por las noches se aventuraba en los caminos del Mayab. Sentada al pie de una frondosa ceiba del bosque, lo atraía con cánticos,
con frases dulces de amor, lo seducía, lo embrujaba y cruelmente lo destruía.
Los cuerpos destrozados de esos incautos enamorados aparecían al día siguiente con las mas horribles huellas de rasguños, de mordidas y con el pecho abierto por uñas como garras.
La mujer Xtabay nace de una planta espinosa, punzadora y mala y si aparece junto a las ceibas, es porque este árbol es sagrado para los hijos de la tierra del faisán y del venado y muchas veces en cobijo y sombra, se acogen bajo sus ramas, confiados en la protección de tan bello y útil árbol.
En un cierto pueblo de la península yucateca vivían dos mujeres; siendo el nombre de una de ellas la Xtabay, decían que estaba enferma de amor y pasión y que todo su afán era prodigar su cuerpo y su belleza que eran prodigiosos, a cuanto mancebo se lo solicitaba. La Xtabay tenia un corazón tan grande que la hacía socorrer a los humildes, amparar al necesitado, curar al enfermo y recoger a los animales que abandonaban por inútiles.
Su grandeza de alma la llevaba hasta poblados lejanos para auxiliar al enfermo y se despojaba de las joyas que le daban sus enamorados y hasta de sus finas vestiduras para cubrir la desnudez de los desheredados. Jamás levantaba la cabeza en son altivo, nunca murmuró ni criticó a nadie y con absoluta humildad soportaba los insultos y humillaciones de las gentes.
El nombre de la otra mujer era Utz-colel, vivía en una casa bien hecha, limpia y arreglada. Mujer virtuosa y recta, honesta y jamás había cometido ningún desliz ni el mínimo pecado amoroso. Pero era fría, orgullosa, dura de corazón y nunca jamás socorría al enfermo y sentía repugnancia por el pobre.
Y un día las gentes del pueblo no vieron salir de su casa a la Xtabay; supusieron que andaba ofreciendo su cuerpo y sus pasiones, transcurrieron los días y de pronto por todo el pueblo se esparció un fino aroma de flores, nadie se explicaba de donde emanaba tan precioso aroma y así, buscando, fueron a dar a la casa de la Xtabay a la que hallaron muerta.
Lo extraordinario, es que la Xtabay no estaba sola, varios animales cuidaban de su cuerpo del que brotaba aquel perfume que envolvía al pueblo.
A tener conocimiento la Utz-colel de lo ocurrido dijo que era una vil mentira, ya que un cuerpo corrupto como el de la Xtabay, no podía emanar sino podredumbre y pestilencia, más que si tal cosa era verdad, debía ser cosa de los malos espíritus y que así continuaba provocando a los hombres. Agrego la Utz-colel que si de una mujer como la Xtabay escapaba en tal caso ese perfume, cuando ella muriera el perfume que escaparía de su cuerpo seria mucho más aromático y exquisito.
La Xtabay fue enterrada y cuentease que al día siguiente, su tumba estaba cubierta de flores hermosas, tan tapizada como una cascada de olorosas florecillas desconocidas en el Mayab. Hoy la florecilla que naciera en la tumba de la Xtabay, es la actual flor Xtabentun que se da en forma silvestre en los caminos. El jugo de esta florecilla embriaga muy agradablemente, como debió ser el amor embriagador y dulce de la Xtabay.
Poco después murió la Utz-colel y a su entierro acudió todo el pueblo que había ponderado sus virtudes y cantando y gritando que había muerto virgen y pura.
Recordaron lo que había dicho en vida acerca de que al morir, su cadáver debería exhalar un perfume mucho mejor que el de la Xtabay; pero para asombro de todos, comprobaron que a poco de enterrada comenzó a escapar de la tierra floja, todavía, un hedor insoportable, el olor nauseabundo a cadáver putrefacto.
Tzacam nombre de cactus erizado de espinas y de mal olor, es la flor que nació sobre la tumba de la Utz-colel, florecilla sin aroma y a veces de olor desagradable, como era el carácter y la falsa virtud de la Utz-colel.
No es pues la Xtabay, la mujer que destruye a los hombres después de atraerlos con engaños al pie de las frondosas ceibas.
La mujer que aparece en las ceibas es la Utz-colel, que regresa al mundo de los hombres disfrazada de la Xtabay. Aun hoy vaga en las noches de luna llena por los caminos del Mayab, buscando hombres que no gozo en vida, para seducirlos, desgarrarles el pecho y robarles el corazón.
La conciencia dormida de nuestros antepasados se nos muestra en forma de apariciones. Ellos nos susurran desde los derroteros situados entre el sueño y la vigilia. Nos hablan de nuestros más secretos terrores y deseos, mostrándonos un mundo que aflora en la penumbra de los bosques, un mundo profundo, atado y anudado con lazos ancestrales.


Recopiló y opinó
Julio Emilio Torre Hernández
San Francisco de Campeche, México.

Escalera al deseo

Escalera al deseo

Juan Terrero vivía en el centro de la ciudad, en un segundo piso del caserón antiguo cercano al ayuntamiento. Era un edificio del siglo pasado, con una fuente de cuatro caños en el centro del patio, donde no hace mucho, todavía bebían las caballerías de los vecinos. Surcaban los laterales de la corrala unas grandes vigas y pilares de madera, desde allí, las mujeres tendían la ropa en las cuerdas que estaban atadas a un clavo, de un extremo a otro de la platea. Llevaba poco más de un año viviendo allí y se había integrado, con discreción, en el pequeño mundo del vecindario. Con su carácter afable se había ganado la simpatía de los vecinos y mantenía una relación cordial con todos.
Con todos menos con una pareja de recién casados, treintañeros como él, con los que el trato era frío y distante. Parece ser que el marido, consumido de celos, le había reprochado en la escalera, ciertas miradas que Juan le dedicó a su sensual esposa.
Vivían en el piso anexo al suyo. Se había preocupado poco por ellos y no sabía casi nada de su vida, siempre estaban encerrados en casa o en el trabajo. Ella daba clases de algún idioma en un colegio, y él, bueno, él no sabía nadie dónde trabajaba.
Paloma Barrios, que así es como se llamaba la dama, llegaba a casa a la misma hora todos los días, a las tres. La misma que Juan después de una dura jornada trabajando en Mecaplast, una fabricucha ilegal del polígono industrial, a las afueras de la ciudad.
Muchos días coincidían en la entrada del inmueble o en la escalera, y tan sólo se decían un “hola” seco y algo titubeante. Pero en esos efímeros instantes, quizás las palabras estaban de más, porque se trasmitían con la mirada una retahíla de besos y abrazos prohibidos. Cada vez que se cruzaban, sus ojos reflejaban la sorpresa del encuentro, mezclado con un atisbo de alegría, para finalmente, perderse en una espiral de tristeza y resignación. Sin apenas hablar, se habían enamorado. Unos escasos minutos en común les era suficiente para alimentar sus necesidades de amor. Porque él en soledad, andaba parco en cariño. Y ella casada, pues también. Luego, cada uno en su hogar, se reprochaban el no haber hablado algo más, aunque fuera sólo por deleitarse con el sonido de la voz. Los pensamientos les martirizaban los sueños por no decirse claramente lo que sentían el uno por el otro. Y al final, los dos, llegaban a la misma conclusión. La causa de que estuvieran separados era su marido. Él era el principal impedimento para dar rienda suelta a su pasión y deseo.
Algunas noches, Juan Terrero, recostado en la calidez de su cama, sueña despierto con que Paloma Barrios algún día llame a su puerta. Se la imagina llorando en el portal, desesperada e indefensa. Esperando a que él, caballeroso y enternecido, arropado por una pátina de amor, le pase el brazo por los hombros para atraerla a su pecho y fundirse en un apasionado abrazo. Y así, con las pelvis oprimidas una contra otra, poco a poco, sus bocas se van buscando, hasta que se encuentran en un ansiado e interminable beso. Sin saber cómo, pronto se ven los dos desnudos, en la cama, arropados por una fina sábana que oculta, a los ojos del mundo, la infidelidad de los amantes. La noche transcurre haciendo el amor entre los hilos del deseo. Intentando recuperar los mil y un orgasmos que perdieron, Juan en soledad, y Paloma en los brazos de su marido.
Pero es sólo eso, un sueño. Porque ella nunca ha llamado. Las miradas en la escalera cada vez son más lujuriosas, más tristes también, pero la perfecta casada no se decide a llamar a la puerta de su vecino, tampoco él a la de ella.
Para Juan la situación se va tornando más dolorosa. A veces es despertado por gemidos que rasgan el silencio de la noche. Oye ruidos en la casa de al lado. La cabecera de su cama y la del matrimonio sólo están separadas por un estrecho tabique, y a través de él se puede oír el martilleo de la madera que golpea la pared, primero despacio y luego más deprisa, para finalmente detenerse en seco y dejar la casa en una completa calma. Juan, que se queda inquieto y pensativo, finalmente se duerme vencido por el cansancio y el placer de la masturbación.
Pero a pesar de que los ruidos nocturnos delatan una gran actividad conyugal, piensa que Paloma no lo hace con verdadero sentimiento, sino por una obligación adquirida ante el juez y ante la iglesia. Que con quien de verdad le gustaría compartir los secretos de su cuerpo es con él, pero que, encerrada por una promesa de fidelidad, le es imposible dedicarse a sus verdaderos deseos.
Una noche, a horas intempestivas, alguien llama al timbre y le hace descender del reino de Morfeo. Con legañas en los ojos va hasta la puerta y mira por la mirilla. Se aparta incrédulo para restregarse los ojos con las manos. Cuando cree que está suficientemente espabilado, vuelve a mirar. Al otro lado está su amada. Su sol. Con la bata medio abierta deja intuir que no lleva nada debajo. Los ojos trémulos y lacrimosos delatan las horas de llanto. De inmediato abre la puerta, y al verla tan decadente, la invita a pasar hasta el salón. Se sientan, los dos juntos, en el sofá de cuero azul, y ella, entre lágrimas, le cuenta el por qué de su inesperada visita.
Siempre al llegar a casa, después del trabajo, su marido la esperaba con la comida preparada en el plato. Pero ese día no estaba a la hora de comer, y le pareció muy extraño. Cuando pasó al dormitorio vio que los cajones de la cómoda, destinados a guardar la ropa de él, estaban vacíos. Miró en el armario para comprobar que sus trajes y abrigos tampoco estaban, y al desviar la mirada sobre el almohadón de la cama descubrió un papel doblado. Lo abrió y leyó lo que ya su intuición le delataba, que se había marchado dejándola sola. Estaba enamorado de una compañera de trabajo y los dos se iban a otra ciudad para vivir juntos.
La humedad del llanto fue desapareciendo de la cara de Paloma, ni tan siquiera una mueca triste se reflejaba vagamente en su boca. Todo lo contrario, la alegría era el sentimiento predominante. Y como si fuera un espejo, el rostro de Juan también estaba radiante. A solas, en el sofá, cogidos de las manos y sin desviar la mirada de los ojos, hundiéndose en un abismo de algo más que caricias, ella le mostraba sus labios entreabiertos, dejando vislumbrar entre la nieve de los dientes, el azúcar de la sonrisa.
Como un imán sus brazos se atrajeron y se fundieron en un interminable trueque de caricias enmarcadas por un beso, ansiado y cautivador, con el que sellaron un pacto de amor, y más tarde, en el improvisado tálamo, sellaron con la fuerza del primer orgasmo, la pleitesía y devoción que sentirían el uno por el otro, para siempre...


Fernando García de la Rosa.

La balada de los zombies

La balada de los zombies

En aquel día de enero, la veleta de la nostalgia guió mi paseo por las riberas del río Jarama. El sol era espléndido y corría un vientecillo fresco, que ayudaba a despabilar las calcáreas legañas de los ojos. Andaba sin rumbo, sin destino, y entonces recordé… como en un flash-back llegaron a mi cerebro un sin fin de vivencias de hace muchos años. Cuando no era un jubilado y la lozanía de un cuerpo joven, ahuyentaba de mí cualquier tipo de dolencia, no como ahora que me he convertido en un saco de enfermedades y dolores. Yo trabajaba en un gran complejo industrial dedicado a la transformación de plásticos, donde se producían y distribuían piezas para las innumerables marcas de coches, que por aquella época, eran de motor de combustión.
Siguiendo la estela de mis recuerdos fui a toparme, sin saber cómo, con la antigua fábrica, cerrada desde la época pasada y abandonada a los dominios del Rey Muerto. Me topé con las oxidadas puertas del parking, que el deterioro del tiempo o las exploraciones de los chavales habían sacado fuera de sus goznes, dejándolas colgando medio caídas sobre el suelo. Les di una patada, porque sí, y terminé con la bisagra que las mantenía en posición vertical, provocando un ruido al caer que me hizo daño en los oídos. Pasé por encima, con cuidado de no cortarme con salientes oxidados, y me detuve un momento a ver lo que se ofrecía a mis ojos. Los matojos secos poblaban el suelo del aparcamiento, salpicado en algunos lugares por árboles desplomados, los que permanecían en pie, vacíos de hojas y podridos, amenazaban con caer en cualquier momento. Alzando la vista se veía la nave central, que antaño era de paredes blancas y grandes ventanales, pero que ahora se había convertido en un muladar cochambroso de colores macilentos y cristales rotos, dejando al descubierto en algunos sitios, un esqueleto de acero y hormigón.
Pasé, igual que hace 30 años, por recepción, y desde allí al interior de la planta. Nada tenía que ver con los recuerdos que yo albergaba en mi memoria. Gigantescas telas de araña negras caían desde el techo hasta el suelo, simulando cascadas de espuma carbonífera que se esparcía en todas direcciones en forma de polvo, sedimentado allí con la tranquilidad de los años. Todo estaba intacto. Moldes a medio abrir, devorados por el óxido. Piezas esparcidas por el suelo. Papeles vapuleados por el viento. La estancia había quedado petrificada, como si la bruja mala de un cuento hubiera lanzado un maleficio, a la espera de que algún príncipe llegara con un beso salvador, para devolver el lugar al esplendor original. El reencuentro con el pasado era de una crueldad obsesiva, una y otra vez volvía a hacerme la misma pregunta que me he repetido el resto de mi vida ¿Por qué el personal de mantenimiento no hizo bien su trabajo?
Todos los días se paraba durante una hora para examinar el sistema de energía, que proporcionaba el reactor nuclear. Se miraba desde la turbina central hasta el cementerio de bidones de plutonio, en el subsuelo. Y una vez asegurados de las condiciones óptimas de seguridad, se empezaba a producir. Pero aquel fatídico día dieron el visto bueno a la revisión, y horas más tarde saltaron las alarmas que detectaban una fuga de radiactividad, teniendo que evacuar la zona de forma inminente, en un radio de tres kilómetros. Muchos huyeron despavoridos, pero otros se quedaron creyendo que era una falsa alarma, muriendo poco después. Todo quedó tal y como está ahora. Las autoridades precintaron las instalaciones, y cualquier objeto que hubiera dentro quedó contaminado y completamente inútil.
El hilo de mis pensamientos fue sesgado con brusquedad por un sobresalto efímero. Al fondo del pabellón me pareció ver que se movía algo con rapidez de centella. Podía tratarse de una rata, o de cualquier otro animal que se escondiera bajo el techo y refugio que proporcionaba el local. Pero no, era algo más silencioso, como si fuera otro ser humano, que correteando entre los pasillos se fuera escondiendo para no ser visto.
Un poco asustado, pero seguro de mí mismo, fui para inspeccionar qué podía ser lo que había visto. Mi valentía y entereza duró poco. Una de las inyectoras, envuelta en cenizas y mugre, empezó a funcionar sola, y un pavor indescriptible se adueñó de mi persona, como el veneno de una serpiente que deja inmovilizada a su presa. Me acerqué hasta la máquina, la 46, el robot cogía piezas del molde y las llevaba hasta la cabina de láser, donde era cortada. Todo funcionaba perfectamente, pero no había operarios que estuvieran trabajando. La producción salía sin parar y al final de la cinta transportadora, caía al suelo formando un pequeño montón.
Mientras miraba tan extraño suceso, una mano se apoyó en mi hombro desde atrás. El susto hizo que diera un salto, y al volverme, un estupor provocado por la visión que tenía delante, se adueñó de mí. Tenía enfrente a un ser que parecía sacado de una película de terror. De su cara putrefacta le colgaban cachitos de carne y la mandíbula le flotaba a medio caer, dibujando una gran carcajada grotesca. Las cuencas de los ojos estaban vacías, sin embargo, mantenía sobre un trozo de nariz, las gafas que antaño le sirvieron para corregir los defectos de la miopía. El pelo, alborotado, sin brillo ni flacidez, era extremadamente largo. Sus ropas, roídas por la polilla, dejaban intuir que pertenecieron a un cuerpo robusto con exceso de abdomen. Del nombre que solía tener bordado en la camisa, a la altura del pecho, sólo quedaba la letra inicial, una eme. Y la que en un tiempo fue barba, ahora era pelo estropajoso que se había desprendido en algunos sitios de la cara, dejando al descubierto el blanco de la calavera.
Por una calle lateral apareció otro espécimen de similar presencia. Con atavíos andrajosos, y parte de la carne de su cuerpo como desmenuzada por las ratas. A mi espalda apareció otro zombie. Y más allá, otro. Y otro. Y otro... hasta verme rodeado de una multitud de asquerosos muertos nauseabundos, que antes fueron compañeros míos de trabajo, y a algunos, todavía era capaz de reconocer por sus piercings o tatuajes, que también perduraban en sus cuerpos macilentos. Me rodeaban con los brazos extendidos y andaban muy despacio, tambaleantes se acercaban para tocarme, o quien sabe con qué oscuras intenciones. Horrorizado empecé a girar sobre mí mismo, buscando un hueco por donde escabullirme y salir de allí corriendo. Así que al verme rodeado y sin escapatoria le solté un puñetazo a un de ellos, y mi mano se incrustó en su cara gelatinosa. Cuando la retiré, decenas de gusanos blancos reptaban alegres por mi piel. Cayó al suelo desmembrándose entero, salté por encima abriendo la tijera de piernas todo lo que daban de sí, y corrí para buscar la puerta de salida.
En la zona de recepción me esperaba con los brazos abiertos y estáticos, para ofrecerme su cordial saludo, un zombie con traje de chaqueta, gordinflón y con gafas. A diferencia de los demás, éste tenía su indumentaria como recién sacada de la tintorería, sin polvo, ni manchas, y perfectamente planchada. Sin duda alguna, se trataba del antiguo preboste de la central. Sin embargo, la cara era tan vomitiva como la de los demás, gris y con la lengua colgándole hasta el pecho.
Dio un par de pasos vacilantes hacia mí y le esquivé con un movimiento ágil, apartándole con un empujón en el pecho y plantándome de dos zancadas en el umbral de la puerta de salida. Atropelladamente bajé los peldaños de las escaleras respirando profundamente un aire limpio y fresco que impregnó mis pulmones de vida. Salí corriendo sin mirar atrás, alejándome de aquel purgatorio de almas, que probablemente, estuvieran condenadas a vagar, por toda la eternidad, entre las máquinas de la fábrica.


Fernado García