Blogia
CÁLCULOS DEL AIRE

Arena de los mares

Arena de los mares

Hacía pocos meses que se había mudado a su nueva casa, una vieja mansión del siglo XIX, no muy grande, sombría, pero con un magnífico jardín victoriano y una piscina. Ya desde el primer día se dio cuenta de que allí había algo extraño. Sobre todo llamaba la atención un sepulcral silencio que lo invadía todo, tanto que parecía que estuviera totalmente deshabitada. Y soplaba continuamente el viento céfiro en todo su gélido esplendor, arrastrando las hojas secas que estaban esparcidas por doquier. Incluso en verano la casa parecía estar sumida en una sombría infinita que acongojaba el corazón.
Gustavo vivía solo. El caserón era enorme y aunque en sus tiempos de apogeo necesitaba de unos cuantos sirvientes para mantener todo en orden, ahora había decidido no contratar a nadie por temor a que pudieran alterar la paz que necesitaba para vivir. Apenas de vez en cuando se acercaba una pareja de la guardia civil para comprobar que todo estaba en orden. O algún chalado atraído por las historias de sus viejas piedras, ya que se decía en el pueblo que estaba habitado por un fantasma que se aparecía en las temporadas de plenilunio.
Con la llegada de las sombras nocturnas sucedió un acontecimiento muy extraño. Estaba leyendo en un sillón del salón, junto al crepitante fuego que manaba de las maderas de encina que ardían en la chimenea, cuando alguien golpeó en los cristales de la ventana. No eran tiempos de estar bajo las estrellas porque el frío del invierno estaba golpeando como hacía años que no recordaba. Cuando la abrió no había nadie al otro lado, instintivamente lo achacó a que en realidad el ruido fue causado por el azote del viento, o quizá una rama de los árboles cercanos que golpeó en los cristales. Volvió a sentarse en el mullido sillón, y otra vez volvió a oír los ruidos, esta vez sí fueron claros, y no cabía duda de que alguien llamó con los nudillos. Tuvo que comprobar que nadie se encontraba en el exterior, en el jardín dónde las sombras de la noche le envolvieron en un terrorífico paseo que le hizo ver monstruos donde sólo había arbustos. No encontró a nadie, vivo ni muerto. Tan sólo vio un pequeño montoncito de arena en el quicio de la ventana, como dejado ahí adrede para mandarle algún mensaje, pero no hallando una explicación racional a cómo podía haber llegado hasta allí, lo limpió con la mano sin darle mayor importancia y se refugió en el calor de la casa.
Unas horas más tarde, mientras dormía, unos ruidos insólitos de ultratumba le despertaron de su pacificador sueño. Alguien lloraba en alguna parte de la casa, o más bien gemía, de dolor quizá. O de tristeza. Al intentar dar la luz comprobó que no funcionaba, así que tuvo que coger un antiguo candelabro que estaba lleno de polvo de una mesita cercana para encender sus velas. Al salir de la habitación, la oscuridad del pasillo lo atraía como hipnotizado y se fue iluminado tan sólo por el pequeño haz de luz que desprendían las candelas. Cuando llegó al enorme salón, de donde provenían los lamentos, las luces se encendieron de repente, no sólo las del lugar donde se encontraba, sino las de toda la casa. Las fue apagando una a una, no sin haber dejado paso a un emergente miedo que se estaba adueñando de él como una mala hierba.
Cuando apagó la última luminaria sus ojos se fueron como un rayo hacia un montoncito de arena que había en el suelo, exactamente igual al del quicio de la ventana.
En los días sucesivos no pararon de suceder cosas paranormales. Puertas que dejaba cerradas amanecían abiertas, otras veces se cerraban bruscamente como azotadas por una gran tormenta. Los antiguos relojes de péndulo que había desperdigados por toda la casa solían dar las campanadas sin coincidir con el número que marcaban las manecillas, o daban cambiados los cuartos y las medias. A veces se oían ruidos psicofónicos, era como el rumor de las olas cuando rompen en un acantilado, como el sonido que produce el hueco de una caracola. Pero lo más inexplicable de todo es que siempre unido a estos fenómenos, en algún lugar de la casa aparecía un montoncito del mismo tipo de arena y en la misma cantidad.
Un día, cuando las sombras del ocaso cubrieron el horizonte oyó un monumental alboroto en la biblioteca. Ruido de peleas y gritos. Corrió hacia la sala pero no encontró a nadie y el bochinche había cesado, pero estaba todo desperdigado por el suelo. Los libros habían caído de sus estanterías y estaban esparcidos por todos los lados haciendo una alfombra de incunables. Misteriosamente un antiguo manuscrito cayó de las estanterías superiores hasta sus pies, no se sabe cómo, quizá algo o alguien lo empujó para que lo leyera y descifrara algún mensaje oculto. Cogió el códice entre sus manos y se recostó en un sillón para leerlo, pudiera ser que entre la tinta de sus páginas encontrara las respuestas a todos los fenómenos que se estaban dando en la casa.
En el epítome se contaba que hace tiempo, una pareja de enamorados que vivía en un pueblo costero de España, llamado Mecaplast, se subieron a un gran barco con destino al nuevo mundo, a los Estados Unidos, un país emergente donde sobraba trabajo y el oro abundaba en las lechos de sus ríos, todo el mundo lo llamaba el país de las oportunidades. Desgraciadamente durante la travesía el casco del barco chocó con un iceberg y se hizo una brecha por la que empezó a entrar agua a raudales, haciendo inevitable la tragedia, afectando a la estabilidad del crucero. Cuando se fue a pique sólo unos pocos afortunados consiguieron salvarse en los botes salvavidas.
El joven enamorado vio como en el fulgor de la devacle su amada subía a la barcaza con las mujeres y los niños, ella insistió en quedarse a su lado pero al soltarse de su mano se vio engullida en un torbellino de gente colerizada que la empujó hacia la pequeña embarcación.
Él se quedó en la cubierta con lágrimas en los ojos, sabiendo que su destino se separaba ahí mismo, porque ya no había más balsas y el barco estaba siendo absorbido por las fauces del gélido océano. De pronto el casco del buque se partió en dos y el hundimiento se hizo más precipitado. Sus pasajeros intuyendo el fatal desenlace se fueron todos a la proa del barco porque esa sería la última parte en hundirse. Pocos minutos después no quedaba nada del trasatlántico, tan sólo miles de objetos flotando aquí y allí esperando inútilmente ser rescatados por sus genuinos dueños.
El joven enamorado, loco de amor y de ira se precipitó en la vorágine de aguas en busca del dios Neptuno para pedirle que le devolviera a la vida y así poder estar con su amada. Le encontró en su morada submarina, una gruta enorme donde había multitud de peces de inverosímiles colores y criaturas del fondo de los mares desconocidas para él. Las sirenas, hijas del Dios eran bellísimas, y sus cantos te llenaban de paz y felicidad. Ya en el salón principal el Dios de las aguas tuvo a bien dar una oportunidad al desdichado, conmovido por su gesto de amor, le dijo que no volvería a verla sin hacer nada a cambio. Le retó a una prueba. Si ganaba conseguiría vivir, si perdía, tendría que cumplir un terrible castigo.
El Dios le dijo que todas las noches la luna se paraba en algún punto de su inmenso imperio, pero por más que lo había intentado, nunca consiguió tocarla. Por lo tanto, esa era su prueba, le tenía que conseguir la luna. Y tenía un mes para hacerlo.
Pasado ese tiempo volvió a la gran sala del reino, desolado porque no había conseguido atrapar a la luna, por lo que Neptuno le impuso un castigo.
Le condenó a vagar eternamente por el mundo de los vivos. Y sólo hallaría descanso cuando encontrara a su amada. Y en esa búsqueda su destino estaría unido al de la luna, puesto que sólo al decaer las luces del día y con la salida del satélite podría convertirse en hombre, pero en hombre de arena.
Por eso cada semana de luna llena aparece por la noche en las casas para buscar a su querida novia, y así poder los dos encontrar el descanso eterno, juntos hasta el fin de los días.
Y después de leer esta historia, cerró el libro y lo depositó en su estantería correspondiente. Le pareció un cuento horrible y muy cercano. Entonces comprendió. Se echó las manos a la cara para intentar frenar el llanto de lágrimas que inundaba su cara. Al apartarlas vio con tristeza cómo sus manos se iban convirtiendo en arena, y cómo todo su cuerpo se convertía en arena. Y recordó con nostalgia los días felices que pasó con su novia, y dio por zanjada la búsqueda en este viejo caserón abandonado desde el siglo XIX.


Fernando García de la Rosa

0 comentarios