El dulce rito de los objetos
Nunca supe si fue verdadero o no, pero aquel relato que me contó mi abuelo Tomás, junto a las brasas de la chimenea en aquella noche de invierno, me sirvió para olvidar que la melancolía del día transitaba hacia el final, y, para aprender, que la vida siempre puede concederte sorpresas muy agradables sin ser buscadas.
- ¡Cambia de cara, Fernando! - me exclamó con sus palabras graves y enérgicas mientras me acercaba a su silla contigüa.-
Para que te sientas mejor quiero contarte algo que ocurrió hace tanto, tanto tiempo que los poblados carecían de nombre, y que imagino que pudo gestarse en alguno de los más escarpados del valle.
Hubo una vez un niño pequeño y enfermizo que, siempre triste y solitario, solía ocupar el tiempo entre el aislamiento de su salón y sus pequeñas pertenencias del viejo huerto. En él apenas prestaba atención a juegos, o demás distracciones que tuviera alrededor, a excepción de un destartalado arca que contenía sus objetos más preciados. Jugaba a sacarlos una y otra vez, a alinearlos ordenadamente por tamaños, colores, y formas, a otorgarles funciones y utilidades del todo extrañas, muy distintas para los que fueron concebidos. De esta manera, el pequeño recobraba la ilusión, la alegría, el color del rostro y una luz de entusiasmo le conectaba, discretamente, con la alegría.
La secuencia de los días era idéntica en él, hasta que una tarde descubrió algo insospechado, muy alarmante: el arcón se encontraba arañado, abierto y, sin duda, saqueado. Ante las peores sospechas el niño se acercó a él corriendo, se agachó empezando uno a uno a extraer y contar todos los objetos allí guardados
El guiñapo de lana, el pergamino ocre, la pelota con piel de conejo, la brújula, las bolitas de ámbar encontrando las restantes piezas
bueno, la verdad Fernando, que todas, lo que se dice todas no permanecían, y tu amiguito bien que se dio cuenta con rapidez. Allí permanecían todos sus tesoros salvo su pluma de ganso, una arpa metálica de origen desconocido y un simple abrecartas. La desesperación no se hizo esperar en el tierno corazón de nuestro protagonista que, ante aquel escenario, irrumpió en lágrimas y angustia combatiendo en vigilia contra este terrible avatar. Aquellos momentos de ausencia fueron sin duda los más dolorosos e infelices de su corta vida.
Cuenta la leyenda que el niño durante tres días y tres noches se postró sentado al lado del arcón, sin hacer otra cosa que lamentarse y esperar pacientemente alguna respuesta. Al final, cuando las lágrimas dejaron de manar por su rostro, y sus fuerzas fueron minándole como un tibio azucarillo, el sueño apareció provocándole perder la partida.
A la mañana que despertó no existía ningún rastro de infortunio en su cuerpo, en su ánimo y lo más extraño: se sentía pleno y sereno, encantado y contento.
En su mano derecha sujetaba un papel donde aparecían varios dibujos que narraban una historia pintoresca: en el primero se reflejaba el arcón, el arcón del pequeño junto a una ardilla y los tres objetos perdidos: la pluma, el arpa y el abrecartas. En el segundo se contemplaba a la ardilla ofreciendo esos objetos a tres señores del poblado ( a un poeta, a un pastor y a un artesano). En el tercer dibujo se podía comprobar con mucha claridad como los gestos de tristeza de los hombres se transformaba en satisfacción y gozo. Y en el último como un niño dormido abría sus ojos y despertaba con sus objetos extraviados mientras una pequeña ardilla escapaba con sigilo y cuidado.
Te das cuenta Fernando, ¿eres capaz de apreciar la moraleja del cuento?
- Sí abuelo , claro, pues que hay niño tristes y solitarios que pueden llegar a ser felices con muy pocas cosas en su viejo arcón.
- Claro que sí, y que sobre todo durante unos días un poeta, un artesano y un pastor pudieron sentirse más risueños y encantados q las cenizas que nos calientan.
Ángel Fdez. de Marco (Álibe)
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