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CÁLCULOS DEL AIRE

Escalera al deseo

Escalera al deseo

Juan Terrero vivía en el centro de la ciudad, en un segundo piso del caserón antiguo cercano al ayuntamiento. Era un edificio del siglo pasado, con una fuente de cuatro caños en el centro del patio, donde no hace mucho, todavía bebían las caballerías de los vecinos. Surcaban los laterales de la corrala unas grandes vigas y pilares de madera, desde allí, las mujeres tendían la ropa en las cuerdas que estaban atadas a un clavo, de un extremo a otro de la platea. Llevaba poco más de un año viviendo allí y se había integrado, con discreción, en el pequeño mundo del vecindario. Con su carácter afable se había ganado la simpatía de los vecinos y mantenía una relación cordial con todos.
Con todos menos con una pareja de recién casados, treintañeros como él, con los que el trato era frío y distante. Parece ser que el marido, consumido de celos, le había reprochado en la escalera, ciertas miradas que Juan le dedicó a su sensual esposa.
Vivían en el piso anexo al suyo. Se había preocupado poco por ellos y no sabía casi nada de su vida, siempre estaban encerrados en casa o en el trabajo. Ella daba clases de algún idioma en un colegio, y él, bueno, él no sabía nadie dónde trabajaba.
Paloma Barrios, que así es como se llamaba la dama, llegaba a casa a la misma hora todos los días, a las tres. La misma que Juan después de una dura jornada trabajando en Mecaplast, una fabricucha ilegal del polígono industrial, a las afueras de la ciudad.
Muchos días coincidían en la entrada del inmueble o en la escalera, y tan sólo se decían un “hola” seco y algo titubeante. Pero en esos efímeros instantes, quizás las palabras estaban de más, porque se trasmitían con la mirada una retahíla de besos y abrazos prohibidos. Cada vez que se cruzaban, sus ojos reflejaban la sorpresa del encuentro, mezclado con un atisbo de alegría, para finalmente, perderse en una espiral de tristeza y resignación. Sin apenas hablar, se habían enamorado. Unos escasos minutos en común les era suficiente para alimentar sus necesidades de amor. Porque él en soledad, andaba parco en cariño. Y ella casada, pues también. Luego, cada uno en su hogar, se reprochaban el no haber hablado algo más, aunque fuera sólo por deleitarse con el sonido de la voz. Los pensamientos les martirizaban los sueños por no decirse claramente lo que sentían el uno por el otro. Y al final, los dos, llegaban a la misma conclusión. La causa de que estuvieran separados era su marido. Él era el principal impedimento para dar rienda suelta a su pasión y deseo.
Algunas noches, Juan Terrero, recostado en la calidez de su cama, sueña despierto con que Paloma Barrios algún día llame a su puerta. Se la imagina llorando en el portal, desesperada e indefensa. Esperando a que él, caballeroso y enternecido, arropado por una pátina de amor, le pase el brazo por los hombros para atraerla a su pecho y fundirse en un apasionado abrazo. Y así, con las pelvis oprimidas una contra otra, poco a poco, sus bocas se van buscando, hasta que se encuentran en un ansiado e interminable beso. Sin saber cómo, pronto se ven los dos desnudos, en la cama, arropados por una fina sábana que oculta, a los ojos del mundo, la infidelidad de los amantes. La noche transcurre haciendo el amor entre los hilos del deseo. Intentando recuperar los mil y un orgasmos que perdieron, Juan en soledad, y Paloma en los brazos de su marido.
Pero es sólo eso, un sueño. Porque ella nunca ha llamado. Las miradas en la escalera cada vez son más lujuriosas, más tristes también, pero la perfecta casada no se decide a llamar a la puerta de su vecino, tampoco él a la de ella.
Para Juan la situación se va tornando más dolorosa. A veces es despertado por gemidos que rasgan el silencio de la noche. Oye ruidos en la casa de al lado. La cabecera de su cama y la del matrimonio sólo están separadas por un estrecho tabique, y a través de él se puede oír el martilleo de la madera que golpea la pared, primero despacio y luego más deprisa, para finalmente detenerse en seco y dejar la casa en una completa calma. Juan, que se queda inquieto y pensativo, finalmente se duerme vencido por el cansancio y el placer de la masturbación.
Pero a pesar de que los ruidos nocturnos delatan una gran actividad conyugal, piensa que Paloma no lo hace con verdadero sentimiento, sino por una obligación adquirida ante el juez y ante la iglesia. Que con quien de verdad le gustaría compartir los secretos de su cuerpo es con él, pero que, encerrada por una promesa de fidelidad, le es imposible dedicarse a sus verdaderos deseos.
Una noche, a horas intempestivas, alguien llama al timbre y le hace descender del reino de Morfeo. Con legañas en los ojos va hasta la puerta y mira por la mirilla. Se aparta incrédulo para restregarse los ojos con las manos. Cuando cree que está suficientemente espabilado, vuelve a mirar. Al otro lado está su amada. Su sol. Con la bata medio abierta deja intuir que no lleva nada debajo. Los ojos trémulos y lacrimosos delatan las horas de llanto. De inmediato abre la puerta, y al verla tan decadente, la invita a pasar hasta el salón. Se sientan, los dos juntos, en el sofá de cuero azul, y ella, entre lágrimas, le cuenta el por qué de su inesperada visita.
Siempre al llegar a casa, después del trabajo, su marido la esperaba con la comida preparada en el plato. Pero ese día no estaba a la hora de comer, y le pareció muy extraño. Cuando pasó al dormitorio vio que los cajones de la cómoda, destinados a guardar la ropa de él, estaban vacíos. Miró en el armario para comprobar que sus trajes y abrigos tampoco estaban, y al desviar la mirada sobre el almohadón de la cama descubrió un papel doblado. Lo abrió y leyó lo que ya su intuición le delataba, que se había marchado dejándola sola. Estaba enamorado de una compañera de trabajo y los dos se iban a otra ciudad para vivir juntos.
La humedad del llanto fue desapareciendo de la cara de Paloma, ni tan siquiera una mueca triste se reflejaba vagamente en su boca. Todo lo contrario, la alegría era el sentimiento predominante. Y como si fuera un espejo, el rostro de Juan también estaba radiante. A solas, en el sofá, cogidos de las manos y sin desviar la mirada de los ojos, hundiéndose en un abismo de algo más que caricias, ella le mostraba sus labios entreabiertos, dejando vislumbrar entre la nieve de los dientes, el azúcar de la sonrisa.
Como un imán sus brazos se atrajeron y se fundieron en un interminable trueque de caricias enmarcadas por un beso, ansiado y cautivador, con el que sellaron un pacto de amor, y más tarde, en el improvisado tálamo, sellaron con la fuerza del primer orgasmo, la pleitesía y devoción que sentirían el uno por el otro, para siempre...


Fernando García de la Rosa.

1 comentario

Clara -

Es verdaderamente tan bello como sencillo, tan real como la vida misma.