Blogia
CÁLCULOS DEL AIRE

Amor, dulce amor

Amor, dulce amor

Ni siquiera los melódicos trinos de los jilgueros, apostados en su ventana al amanecer, eran capaces de hilvanar los suficientes sentimientos felices, como para disponerse a disfrutar del nuevo día. Su vida se había convertido, con la sucesión de semanas sumido en el desasosiego, en una gran losa opaca que tan sólo dejaba pasar, por los requiebros de una grieta sumisa, un rayito de felicidad y esperanza, un resquicio de luz por donde se colaba el amor que sentía hacia una compañera de trabajo, un tragaluz que le mantenía vivo sólo si ella estaba a su lado, en la misma máquina que él, en la fábrica, en Mecaplast.

Claudia nunca fue una chica que embelesara el entendimiento masculino solamente con un embriagador perfume, o con una desoladora caída de ojos, pero para Juan el olor almizcleño junto con su sonrisa picasiana, le hacía caer mareado en el ocaso de sus pupilas, luchando por salir, como un ratón de la ratonera, del cautiverio que le provocaba su sola presencia. La extremada delgadez de la que hacía gala le asaeteaba con infinidad de pensamientos, donde se veía con ella abrazándola únicamente con el arco de su musculoso brazo.

Él tampoco era de los que levantaban pasiones entre las féminas, pero contrarrestaba la falta de emulación de Adonis con cierto gracejo y una verborrea desbaratada e imparable, que acrecentaba, por lo menos, la simpatía de sus compañeros.

Durante la jornada solían estar separados por un abismal espacio de escasos metros. Cada uno en una máquina, pero tan cerca que sus miradas caían en lo inevitable, cruzándose más de mil veces. Sin hablar, sin gestos, sólo con pequeños detalles creaban un mundo imaginario de amor y deseo, de esperanza. Se lo decían todo, se besaban, se abrazaban y yacían juntos en el mismo lecho, en un tálamo nupcial de sábanas perfumadas. Siempre al girarse, sus ojos se encontraban, era como si no hicieran otra cosa que mirarse las ocho horas. En la distancia se abrazaban, se amaban, pero a la vez, se esquivaban.

Sin embargo, cuando estaban solos uno al lado del otro, tomando un café en la zona de descaso, o en el comedor a la hora del bocadillo, los dos callaban su oculto y anhelado amor, distrayendo la mirada para evitar encontrarse, y en silencio para evitar herirse.

Él aprovechaba cualquier circunstancia para estar junto a su amada, para nadar en la fragancia marina de ella, para sentir el calor de su cuerpo a escasos centímetros del suyo, para oír cómo manaba un néctar de palabras de su boca de terciopelo. A veces, incluso inmiscuyéndose en conversaciones ajenas a sus ideales e intereses, sólo para entrelazar unas titubeantes palabras. Y cuando alguna vez se quedaban hablando en una buscada soledad, el interés del diálogo decaía a la vez que aumentaba el ensimismamiento electrizante de sus ojos, siendo imposible mirar a otro sitio que no fuera el cristal de los luceros de su cara.

En escasas ocasiones se rozaban las manos fugazmente, sintiendo una punzada de amor en el corazón. Pensando que el susurro silencioso del calor de la piel, era el principio de un mar de caricias, que inexorablemente se rompería en un mundo de besos y abrazos. Los dos sabían que se amaban, sentían la pasión del uno por el otro. Tan sólo con las miradas...

Pero el desalmado calvario llegaba al caer la noche, cuando entre las sombras de su habitación vislumbraba imaginariamente la sonrisa de ella, y sólo acudían a sus efímeros ojos un sinsabor de lágrimas contenidas. La simple evocación de su mirada le hacía debatirse entre dos mundos opuestos de incertidumbre y temores.

Y ante tanto dolor contenido, la rabia hacía acto de presencia cuando pensaba en el martillador recuerdo de haberla visto hablando con un compañero, guapo y simpático, por el que había mostrado alguna inclinación sentimental. La tortura le llegaba en forma de carcajadas cómplices cuando estaban los dos juntos, unos metros alejados, a la vez que entornaba los ojos desafiantes, sabedora que sus actos eran viles cilicios que martirizaban con certeza el corazón de él, que consumido por los celos, les daba la espalda para distraerse con otros banales quehaceres.

Un día, al salir de trabajar, en los albores del alba, el coche de ella empezó a agonizar y se negó en rotundo a arrancar. Él se acercó con decisión, aunque sin tener ni idea de mecánica, con el fin de arreglar el problema. Pero todo fue inútil, estaba claro que la vetusta batería había claudicado ante el furor marchito del paso del tiempo. Se ofreció caballeroso a llevarla hasta su casa, y ella aceptó encantada y nerviosa. Por el camino los dos se precipitaron en un torbellino de palabras, haciendo imposible el reinado del silencio, sumergiéndose en el abismo de una conversación intrascendental, haciéndoles soñar por unos instantes que hablaban como una pareja de enamorados.

Aquella noche, como tantas otras, el sueño no acudía a socorrerle, no podía dejar de pensar en ella, atormentado por el recuerdo de su perfume y bañado por el dulzor de su sonrisa. Se sintió feliz por unos instantes ante la evocación de los momentos compartidos, y a la vez desgraciado, porque los tan efímeros minutos no se hubieran convertido en algo eterno, llegando incluso más allá, cuando sus cuerpos se vieran reducidos tan sólo a cenizas.

Le quedaba la esperanza de dar el paso decisivo, declarando sus sentimientos con sinceridad y valentía. Pero ¿y si ella le rechazaba? ¿Y si le decía que estaba equivocado y que sentía por él la mayor de las indiferencias? Le embargaba el miedo de que tras la declaración de amor, ella ni siquiera le dirigiera la palabra, que le esquivase en el trabajo, que en definitiva, le hiciera sufrir más de lo que sufría ahora por no alcanzar a conseguir un hueco en su corazón. Probablemente tendría que abandonar el trabajo para no vivir con esa carga el resto de la vida. Sólo con verla y saber que entre ellos no podía haber nada, sería un tormento insoportable.

Intentó enamorarse de otras chicas, pero con resultados inútiles. Con una, incluso llegó a salir un par de meses, se divertían juntos tomando copas los fines de semana, y viendo alguna película en el cine. Pero al no haber sentimientos de fondo, la relación claudicó ante el imparable aburrimiento y la obsesión por Claudia, de la que no conseguía desprender sus más afectuosas pasiones.

Una tarde, ella sufrió un súbito desmayo. Cuando la vio, las zapatillas de Marte le dieron alas para acudir veloz a su lado, con el corazón reducido al mínimo, asustado por el atípico desenlace. Cuando estuvo con ella, se arrodilló para acoger la cabeza de muñeca entre sus brazos, descansando en su humilde regazo, dándole el calor del amor de su pecho. La sola observación del sueño que tenía abrazado le producía, por unos segundos interminables, un gran deleite, que al apartar con una mano los mechones de pelo que ocultaban sus ojos cerrados, el mundo de alrededor tomaba un carácter celestial. Lentamente, haciendo surcos de lágrimas por sus mejillas, acercó sus quebrados labios al corazón de su sonrisa dormida, hasta que, ante la mirada atónita del personal, depositó un suave y efímero beso sobre las carnosas líneas de su boca.

Nunca antes se había mostrado tanto amor con un gesto tan insignificante, y los observadores comprendieron que el amor era algo sublime que se les escapaba por los dedos.

Claudia, postrada sobre él, inconsciente cual Bella Durmiente, despertó de su pasajero letargo mostrando una impoluta sonrisa de cristal, tras unos instantes de desconcierto y confusión le asió la nuca con delicadeza y le atrajo hacia ella para, esta vez si, darse un fuerte y sellador beso con el que rubricarían el principio de una vida de amor.

Fernando García de la Rosa

0 comentarios