La lanza
Pero al llegar a Jesús, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas, sino que uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua.
Juan (19:33-34)
El centurión Longinos, salpicado por la sangre de Cristo, sintió al instante cómo su incipiente ceguera se veía curada por un milagro de aquél que estaba en la cruz. Los cielos se cubrieron de sombras y se desató una tremenda tormenta de truenos y rayos como jamás habían visto, haciéndole incluso arrodillarse de miedo, justo debajo de Jesús, al cual había dado muerte con su lanza.
Convencido ya de que el hombre que habían crucificado era el verdadero Mesías, huyó del lugar en busca de los apóstoles para saber más y conocer las enseñanzas del Maestro. Se hizo cristiano, y con los años fue perseguido por sus antiguos compañeros centuriones. Finalmente fue capturado y crucificado.
Su lanza, junto con la copa de la última cena y el Santo Sudario serían guardadas por José de Arimatea en un lugar secreto. Tal vez en algún antiguo templo, que con el paso de los años sería engullido por las arenas del desierto.
El mítico rey Arturo, enfermo y abandonado, mandaría a los caballeros de la mesa redonda en busca de los tesoros, para recuperar la vitalidad y fortaleza de su reino. Fue Percival el único superviviente y afortunado que encontró el Grial junto con las demás reliquias. Arturo, tras tener en su mano tanto poder y tan desconocido, se organizó su propio entierro para ir a descansar el sueño de los justos a la isla mágica de Ávalon. Llevándose la misteriosa Lanza del Destino.
No se sabe en qué época fue, pero sí es cierto que los elfos de la isla a lomos de los blancos unicornios, atravesaron todo el mar hasta llegar al continente y depositar en lugares estratégicos los tres objetos que dirigen los pilares de la cristiandad. El Santo Grial de la última cena, cuando Jesús ya era conocedor de su destino, lo guardaron en Valencia. La Sábana Santa, prueba irrefutable de que el salvador resucitó al tercer día de su ejecución, fue llevada a Turín. Y la Lanza de Longinos, arma sagrada que dio muerte al redentor, se llevó como símbolo de poder, a la cuna de la iglesia católica, Roma.
Años después, en el siglo IX, el papa romano hace un regalo especial al emperador Carlomagno, por las conquistas de territorios bárbaros y su aportación a la defensa del cristianismo. En una caja especialmente labrada por un maestro orfebre, guardada con sumo cuidado, está la punta de la lanza. El mástil, probablemente, se perdió con el paso de los años despedazado en cientos de esquirlas que los cristianos guardarían como relicarios.
Desde entonces el conquistador se dotó de un áurea invencible que los hombres de sus ejércitos se encargaron de aumentar con cada batalla. Carlo vestido con su cota de malla de oro y enarbolando en ambos brazos el escudo y la espada, montaba a su caballo Tencendur, un alazán fuerte y veloz. Se ponía al frente de sus huestes como uno más de sus guerreros, luchando encarecidamente sin desfallecer ni un momento. Y bajo el filo de su espada perecían todos los enemigos con los que se enfrentaba, con tal fuerza que se decía que de un mandoble era capaz de partir a un soldado en dos.
Cierta vez, se cuenta que derribado del caballo, y rodeado de cinco enemigos, la muerte resultaba inminente. Carlomagno con la ropa y el rostro ensangrentado, se desprendió de sus protecciones y sus armas y se puso de rodillas, cogió un cordel que le colgaba del cuello, y sacó la punta de lanza para acariciarla con sus manos. Los soldados, no sabían qué podía significar aquello, era extraño que un guerrero abandonara las armas y se pusiera en una situación sumisa esperando la muerte, extrañados por el valor que demostró aquél hombre, pensaron que se trataba de algo sobrenatural y que no temía a la muerte porque pertenecía a otro mundo. No quisieron hacerle daño, asustados por las posibles represalias en un encuentro en el más allá.
Pasaron los años y la Sagrada Lanza fue pasando de mano en mano. En pocas ocasiones los elegidos descubrieron que estaba dotada de una fuerza propia y que era ella quien designaba a sus portadores dotándoles de un inmenso poder, unas veces para el bien y en algunas ocasiones para el mal, sembrando el terror y la muerte por donde pasaba, adueñándose de la cordura de sus descubridores, creándose un vínculo que duraba desde el primer contacto hasta la muerte. Siempre la llevaban encima y serían capaces de matar si alguien hacía el amago de quitársela, o tan sólo de tocarla. Muchos reyes degollaron a sus concubinas en el mismo lecho de amor por intentar descubrir, tan sólo, la procedencia de tan extraordinario objeto.
Centurias mas tarde, a principios del siglo XX, en el museo de Viena, un hombre se queda obnubilado ante la visión de la que él reconoce como la lanza de poder, sobre la que tanto ha leído e investigado, era un jovencísimo Adolf Hitler, que años más tarde, al conquistar Austria, la guardaría y llevaría siempre con él. A partir de entonces, la historia del mundo cambió, dominado probablemente por el poder del lado oscuro de la lanza sagrada.
El Führer se volvió loco y terminó pegándose un tiro en la cabeza, junto con su reciente esposa Eva Braun, en su bunker de Berlín. Cuando el ejército rojo conquistó la ciudad, un mercenario español republicano, descubrió la lanza entre muchos otros objetos esotéricos que se guardaban en el refugio. O fue ella quien se interpuso en su camino, porque resaltaba entre los demás objetos por el brillo que refulgía, a pesar de estar prácticamente oxidada. Se acercó a tocarla y al tenerla entre sus manos, sintió la fuerza, intentó dejarla en su sitio, pero ya era imposible, tenía que ser suya y la robó.
Siguió ganándose el sustento luchando en otras guerras del lado del que mejor pagara, siempre en el primer frente, y saliendo milagrosamente ileso de todas las batallas. En todas las ocasiones llevaba consigo el codiciado talismán.
Pero con el paso de los años tuvo que pagar su tributo, empezó a sufrir una transformación, antes que era de espíritu noble y solidario, se fue convirtiendo en algo mezquino y ponzoñoso maquinando constantemente inquinas y rebeliones con los que le rodeaban.
En una refriega en el Congo, persiguiendo a un soldado enemigo consiguieron llegar hasta un poblado oculto entre la espesura de la jungla. Los nativos extrañados al ver a los primeros hombres con la piel blanca, les rodearos para tocarles con curiosidad. Pero él asqueado por la adulación de los salvajes mandó a sus secuaces que abrieran fuego a discreción. En unos minutos habían arrasado con todo ser viviente de alrededor. Todo era sangre y cadáveres.
Al terminar la dictadura española volvió a su pueblo, Seseña, allí le esperaban antiguos enemigos del bando nacional. Le capturaron una noche sin luna, y a las afueras del pueblo le desgarraron el alma y le ajusticiaron con una pistola. Allí mismo le enterraron, con las ropas que llevaba y el amuleto al cuello.
Pasaron los años y sobre los restos del asesinado se hicieron los cimientos de lo que luego fue una fábrica de moldeo de plásticos. La llamarían Mecaplast.
Desde los inicios se convirtió en una `pieza clave de la industria, ejemplo de prosperidad y de excelencia. Con un poder de recuperarse ante las adversidades envidiados por las marcas del sector. Pero donde verdaderamente se evidenciaba el influjo de la Lanza de Longinos era en sus trabajadores, ávidos de trabajo y rebosantes de compañerismo y amistad.
Pero la Lanza de Poder también desprende su lado oscuro, y tarde o temprano, la maldad del centurión aparecerá entre los muros de la fábrica, seguramente, en alguno de los mandos superiores.
Pero, queridos lectores, esa ya es otra historia.
Fernando García de la Rosa.
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