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CÁLCULOS DEL AIRE

La balada de los zombies

La balada de los zombies

En aquel día de enero, la veleta de la nostalgia guió mi paseo por las riberas del río Jarama. El sol era espléndido y corría un vientecillo fresco, que ayudaba a despabilar las calcáreas legañas de los ojos. Andaba sin rumbo, sin destino, y entonces recordé… como en un flash-back llegaron a mi cerebro un sin fin de vivencias de hace muchos años. Cuando no era un jubilado y la lozanía de un cuerpo joven, ahuyentaba de mí cualquier tipo de dolencia, no como ahora que me he convertido en un saco de enfermedades y dolores. Yo trabajaba en un gran complejo industrial dedicado a la transformación de plásticos, donde se producían y distribuían piezas para las innumerables marcas de coches, que por aquella época, eran de motor de combustión.
Siguiendo la estela de mis recuerdos fui a toparme, sin saber cómo, con la antigua fábrica, cerrada desde la época pasada y abandonada a los dominios del Rey Muerto. Me topé con las oxidadas puertas del parking, que el deterioro del tiempo o las exploraciones de los chavales habían sacado fuera de sus goznes, dejándolas colgando medio caídas sobre el suelo. Les di una patada, porque sí, y terminé con la bisagra que las mantenía en posición vertical, provocando un ruido al caer que me hizo daño en los oídos. Pasé por encima, con cuidado de no cortarme con salientes oxidados, y me detuve un momento a ver lo que se ofrecía a mis ojos. Los matojos secos poblaban el suelo del aparcamiento, salpicado en algunos lugares por árboles desplomados, los que permanecían en pie, vacíos de hojas y podridos, amenazaban con caer en cualquier momento. Alzando la vista se veía la nave central, que antaño era de paredes blancas y grandes ventanales, pero que ahora se había convertido en un muladar cochambroso de colores macilentos y cristales rotos, dejando al descubierto en algunos sitios, un esqueleto de acero y hormigón.
Pasé, igual que hace 30 años, por recepción, y desde allí al interior de la planta. Nada tenía que ver con los recuerdos que yo albergaba en mi memoria. Gigantescas telas de araña negras caían desde el techo hasta el suelo, simulando cascadas de espuma carbonífera que se esparcía en todas direcciones en forma de polvo, sedimentado allí con la tranquilidad de los años. Todo estaba intacto. Moldes a medio abrir, devorados por el óxido. Piezas esparcidas por el suelo. Papeles vapuleados por el viento. La estancia había quedado petrificada, como si la bruja mala de un cuento hubiera lanzado un maleficio, a la espera de que algún príncipe llegara con un beso salvador, para devolver el lugar al esplendor original. El reencuentro con el pasado era de una crueldad obsesiva, una y otra vez volvía a hacerme la misma pregunta que me he repetido el resto de mi vida ¿Por qué el personal de mantenimiento no hizo bien su trabajo?
Todos los días se paraba durante una hora para examinar el sistema de energía, que proporcionaba el reactor nuclear. Se miraba desde la turbina central hasta el cementerio de bidones de plutonio, en el subsuelo. Y una vez asegurados de las condiciones óptimas de seguridad, se empezaba a producir. Pero aquel fatídico día dieron el visto bueno a la revisión, y horas más tarde saltaron las alarmas que detectaban una fuga de radiactividad, teniendo que evacuar la zona de forma inminente, en un radio de tres kilómetros. Muchos huyeron despavoridos, pero otros se quedaron creyendo que era una falsa alarma, muriendo poco después. Todo quedó tal y como está ahora. Las autoridades precintaron las instalaciones, y cualquier objeto que hubiera dentro quedó contaminado y completamente inútil.
El hilo de mis pensamientos fue sesgado con brusquedad por un sobresalto efímero. Al fondo del pabellón me pareció ver que se movía algo con rapidez de centella. Podía tratarse de una rata, o de cualquier otro animal que se escondiera bajo el techo y refugio que proporcionaba el local. Pero no, era algo más silencioso, como si fuera otro ser humano, que correteando entre los pasillos se fuera escondiendo para no ser visto.
Un poco asustado, pero seguro de mí mismo, fui para inspeccionar qué podía ser lo que había visto. Mi valentía y entereza duró poco. Una de las inyectoras, envuelta en cenizas y mugre, empezó a funcionar sola, y un pavor indescriptible se adueñó de mi persona, como el veneno de una serpiente que deja inmovilizada a su presa. Me acerqué hasta la máquina, la 46, el robot cogía piezas del molde y las llevaba hasta la cabina de láser, donde era cortada. Todo funcionaba perfectamente, pero no había operarios que estuvieran trabajando. La producción salía sin parar y al final de la cinta transportadora, caía al suelo formando un pequeño montón.
Mientras miraba tan extraño suceso, una mano se apoyó en mi hombro desde atrás. El susto hizo que diera un salto, y al volverme, un estupor provocado por la visión que tenía delante, se adueñó de mí. Tenía enfrente a un ser que parecía sacado de una película de terror. De su cara putrefacta le colgaban cachitos de carne y la mandíbula le flotaba a medio caer, dibujando una gran carcajada grotesca. Las cuencas de los ojos estaban vacías, sin embargo, mantenía sobre un trozo de nariz, las gafas que antaño le sirvieron para corregir los defectos de la miopía. El pelo, alborotado, sin brillo ni flacidez, era extremadamente largo. Sus ropas, roídas por la polilla, dejaban intuir que pertenecieron a un cuerpo robusto con exceso de abdomen. Del nombre que solía tener bordado en la camisa, a la altura del pecho, sólo quedaba la letra inicial, una eme. Y la que en un tiempo fue barba, ahora era pelo estropajoso que se había desprendido en algunos sitios de la cara, dejando al descubierto el blanco de la calavera.
Por una calle lateral apareció otro espécimen de similar presencia. Con atavíos andrajosos, y parte de la carne de su cuerpo como desmenuzada por las ratas. A mi espalda apareció otro zombie. Y más allá, otro. Y otro. Y otro... hasta verme rodeado de una multitud de asquerosos muertos nauseabundos, que antes fueron compañeros míos de trabajo, y a algunos, todavía era capaz de reconocer por sus piercings o tatuajes, que también perduraban en sus cuerpos macilentos. Me rodeaban con los brazos extendidos y andaban muy despacio, tambaleantes se acercaban para tocarme, o quien sabe con qué oscuras intenciones. Horrorizado empecé a girar sobre mí mismo, buscando un hueco por donde escabullirme y salir de allí corriendo. Así que al verme rodeado y sin escapatoria le solté un puñetazo a un de ellos, y mi mano se incrustó en su cara gelatinosa. Cuando la retiré, decenas de gusanos blancos reptaban alegres por mi piel. Cayó al suelo desmembrándose entero, salté por encima abriendo la tijera de piernas todo lo que daban de sí, y corrí para buscar la puerta de salida.
En la zona de recepción me esperaba con los brazos abiertos y estáticos, para ofrecerme su cordial saludo, un zombie con traje de chaqueta, gordinflón y con gafas. A diferencia de los demás, éste tenía su indumentaria como recién sacada de la tintorería, sin polvo, ni manchas, y perfectamente planchada. Sin duda alguna, se trataba del antiguo preboste de la central. Sin embargo, la cara era tan vomitiva como la de los demás, gris y con la lengua colgándole hasta el pecho.
Dio un par de pasos vacilantes hacia mí y le esquivé con un movimiento ágil, apartándole con un empujón en el pecho y plantándome de dos zancadas en el umbral de la puerta de salida. Atropelladamente bajé los peldaños de las escaleras respirando profundamente un aire limpio y fresco que impregnó mis pulmones de vida. Salí corriendo sin mirar atrás, alejándome de aquel purgatorio de almas, que probablemente, estuvieran condenadas a vagar, por toda la eternidad, entre las máquinas de la fábrica.


Fernado García

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