No hay más espacio vital entre el hombre y sus reflexiones que la imagen que le muestra un espejo. Así, en esta superficie real, limitada y sincera hasta las fronteras de lo bello y lo atormentado, podríamos interpretar la cosmogonía personal de Ricardo Bórnez, autor poético de registro intenso y lirismo punzante, heredero coherente de una urbanidad contemporánea tan repleta de aristas de factura desigual. Y es que descubrir un nuevo fulgor, al azar, como capricho de un augurio desconocido (en esta maraña de brillos poéticos de medio haz que pululan con voz altanera y tinta aguarrasada) se presume, en un inicio, como una dicha sugestiva y deleitable, y que al sondear con mayor atención descubrimos un mensaje capaz de evocarnos resonancias necesarias e ineludibles para el buscador de respuestas, para el merodeador de universos tan ligados a la piel, a la conciencia.
El gusto que produce asomarse a su línea arquetípica es limpia y clarificadora; causa la sensación de retomar aguas ya conocidas donde el pulso cotidiano de la vida brota como una bocanada de autenticidad y experiencia de muy grata degustación. El amor en su extensión epidérmica, la sinfonía del silencio cuya inhalación de azogue recobra color y fusión, la noche en los reductos enmarcados de la ciudad de Madrid, y la inefable naturaleza del tiempo forjan las líneas básicas donde se sustentan las pulsiones de Bórnez en un afán de conocimiento y sensibilidad curtidos por sólida convicción.
Vivir provisional cae en nuestras manos para sorprendernos, seducirnos, congratularnos en un festín de palabra y sintaxis de memoria. Con ella el poeta nos expone, en desnudez, sin rubor, a grito templado, en la soledad del papel y su pluma, las enseñanzas y reflexiones que le habilitaron para cumplir las funciones de un pequeño taumaturgo bajo la bóveda actual de la modernidad.
Si me quitáis el sueño
¿qué me dejáis de equipaje?
¿Acaso la monotonía del infinito,
quizá la gloria de la nada?
Pero la voz siempre vuelve,
golpea nuestros muros,
no ha muerto,
simplemente
ha dormido un rato, un siglo, un segundo,
quizás apenas unas horas.
Ángel Fdez. de Marco (Álibe)