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CÁLCULOS DEL AIRE

El bosque de los malditos

El bosque de los malditos

Si existe un espacio que deseo compartiros donde la leyenda y el capacho del misterio aglutinan una alianza poderosa y fidedigna es: el bosque de Aokigahara (Japón). Muy por encima de su indudable exuberancia paisajística—muy próxima a la cumbre del monte Fuji—predomina en él un halo formidable de atmósferas que concitan al desasosiego, y a la desesperanza, al recelo y al profundo malditismo que produce que cada año el número de suicidas que deciden finiquitar sus vidas, allí, aumente exponencialmente. Hasta tal punto se ha desarrollado tan alarmante hábito en los más de 35 km2 de extensión del parque, que las autoridades niponas se ven impotentes e inoperantes para colocar freno a tan siniestras estadísticas. Diversos investigadores mencionan que no es extraño toparse en su intrincada red de senderos con carteles disuarorios a los posibles senderistas con intenciones desesperadas; incluso en alguna entrada al bosque voluntariamente se emiten músicas de estilo heavy metal , a gran volumen y audibles a gran distancia, con la intencionalidad de romper con la paz anestesiante y abominada que parece expeler gran parte del recinto.

A continuación, como producto de la abundante literatura forjada en este rincón asiático, os ofrezco un breve poema de creación propia que intenta disponer de los caracteres sombríos y  lúgubres por los que esta floresta ya ha pasado a formar parte del imaginario colectivo de la humanidad.

 

 

 

Aokigahara

(El bosque de los malditos)

 

En el archipiélago de Cipango,
cuna oriental del sol,
bajo el esbelto monte Fuji
se extiende un mar esmeralda
de resonancias neblinosas.

Cuenta la leyenda que el mal
se emponderó en su cuerpo
y que un gran requero de víctimas
desfiló por sus fatales arterias.

Dicen que cuando el bosque te habla
la voluntad se desmorona,
la conciencia se muda,
un impulso te conduce a morir
dentro de la confusa arboleda.

Yo no sé qué voces escuchan
ni qué vientos glaciares les castigan;
yo, en la fresca madrugada,
cuando el sortilegio del búho
me ofrece su reclamo
entumezco el espíritu,
desvanezco sin levadura
que me brinde luz de sus ojos.

 

Álibe

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