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CÁLCULOS DEL AIRE

El experimento

El experimento

 

Cuando desperecé los ojos, no sabía cuanto tiempo llevaba inconsciente ni el motivo de mi desvanecimiento, me encontraba en el interior de una especie de aeronave, sentado en una gran silla acolchada y sujeto con cinturones de seguridad, frente a mí había un cuadro de mandos como los de los submarinos que solía pilotar pero con muchas más lucecitas de colores y con palancas de diferente grosor y longitud. El habitáculo medía unos dos metros de ancho, en forma circular y con varios ojos de buey que permitían ver perfectamente todo lo que había en el exterior.

Mirando a través de las ventanillas descubrí que me encontraba rodeado de un líquido rojo como… como si fuera… sangre. El vertiginoso torrente me llevaba flotando en alguna dirección desconocida para mí, aún no recordaba cómo había llegado hasta allí y lo único que podía hacer era dirigir el avión, o lo que fuera, por el cauce principal, más ancho y cómodo que las canalizaciones adyacentes, que continuamente salían a ambos lados y que sabe Dios adónde iban a parar.

De pronto se me plantea una encrucijada existencial cuando el camino se bifurca en dos, ¿izquierda o derecha? Elijo la diestra y de momento todo sigue igual, pero poco a poco el túnel carmesí se va achicando y apenas coge la nave. Y cada vez se hace más pequeño hasta que desemboca en una especie de caverna donde el aire insufla y sufla rítmicamente, a veces lo que entra es una gran nube de humo blanco, si estuviera dentro del cuerpo humano pensaría que me encuentro en los pulmones. Pero me parece una idea absurda que no puedo tener en consideración.

Vuelvo a meterme por una pequeña oquedad que desemboca en un nuevo río rojo. Cada vez que el canal se hace mas grande va aumentando la velocidad y me siento como absorbido por una fuerza desconocida que me impide controlar el vehículo. Veo como llego hasta una especie de compuerta que se abre y cierra a un ritmo constante. Y suena un grave zumbido que me deja cada vez más sordo. TOC, TOC, entonces es cuando lo veo claro y empiezo a recordar. Estoy a punto de entrar en el corazón de un cuerpo humano.

Hace un año las deudas dinerarias me acosaban como lobos a una oveja, sin trabajo y sin atisbar un rayo de luz a mis problemas. Todo se me hacían penumbras hasta que leí en el periódico un anuncio donde se necesitaban pilotos de submarinos en una empresa de investigación farmacológica. Me aceptaron el curriculum y fui citado para hacerme unas pruebas físicas y psicológicas. Cuando hubo terminado el examen me dijeron que había sido aceptado y que formaría parte de un experimento científico llamado Mecaplast B58.

Debería pilotar un minisubmarino y adentrarme dentro de un cuerpo humano para localizar y destruir un virus mortal que estaba creando una apocalíptica pandemia en la humanidad, el H1N1.

Para ello sería reducido, junto con el sumergible, a una millonésima parte de mi tamaño para poder inyectarme directamente al torrente sanguíneo. Las consecuencias de la reducción eran desconocidas puesto que solo se había probado en conejos, y estos acababan perdidos en las arterias de sus hermanos.

En el corazón todo se precipita, entro de la aurícula izquierda al ventrículo y de ahí salgo por la arteria Aorta a una velocidad vertiginosa hacia nuevos territorios. A través de diferentes canalizaciones no tardo en llegar a lo que creo que es el hígado puesto que me encuentro rodeado por un líquido viscoso y verde, que es igual a la bilis que vomitamos después de una buena borrachera.

De ahí consigo escapar y pongo rumbo a los riñones en busca del tan mortífero virus, pero en los filtros nefrones solo encuentro piedras calcáreas que le tienen que provocar más de un dolor a mi portador.

No tardo en llegar al estómago donde en una especie de mar ácido se desintegran todos los alimentos que llegan. Yo activo los motores que convierten mi medio de transporte en un potente avión, con el que me permite esquivar la muerte que acecha abajo, en el lago corrosivo. Me adentro en un gran torrente donde no deja de caer una finísima lluvia mortífera, mientras grandes turbulencias me zarandean de un lado a otro del abdomen, me acerco a otra compuerta que se llama píloro, antesala del fascinante mundo de los intestinos.

En el delgado parece que recorro kilómetros, aunque apenas son seis metros. De pronto noto cómo la nave es sacudida y golpeada con lo que a mí me parecen pedradas. Al asomarme a la ventanilla descubro que estoy rodeado por cientos de pequeños seres peludos y con largos colmillos, y una mirada diabólica que denota que no vienen con buenas intenciones. La hostilidad de los atacantes me lleva a la conclusión de que es el virus que venía buscando.

Puesto que la batalla es inevitable, abro las escotillas de los torpedos con las vacunas que debía probar, la N68, y les envío el primero. Las bajas causadas son numerosas pero al instante reemplazadas por nuevos virus, al disparar el segundo y causar el mismo desenlace empiezo a dudar de mis posibilidades de supervivencia. Pero una ayuda inesperada acude a fortalecerme en la cruenta batalla, miles de glóbulos blancos atacan a mis enemigos con sofisticadas armas que al hacer blanco en el objetivo desintegran al instante al individuo. Poco a poco las huestes enemigas van mermando en número y en virulencia.

Cuando ya lo teníamos todo ganado aparecen una cantidad de virus imposible de contar, millones tal vez, aparecen filtrándose a través de las paredes del intestino, sin saber de dónde vienen. Los leucocitos son derrotados y me quedo yo solo ante el peligro. Tengo que tomar una firme decisión sin saber cuales serán las consecuencias.

En el laboratorio de ensayo la llamaron “bomba atómica”, por la cantidad de medicamentos y de extraños componentes con los que hicieron la vacuna. No se sabía si además de matar al virus también podría dañar a otros órganos, pero ahora era el momento de descubrirlo. Deposité mi mano sobre el interruptor rojo y lo presioné con fuerza hasta el fondo. Durante unos instantes no pasó nada, pero una gran explosión dio paso a un agobiante temblor con el que dudé de salir vivo de allí. Fueron unos minutos de angustia, y cuando por fin llego la calma, a mí alrededor todo era vacío. Se habían volatilizado, los virus, los glóbulos blancos, restos alimenticios, todo. Sólo estaba mi querida nave sanguínea y un gran túnel de intestino, que me atraía y me asustaba como la gruta de una montaña. La vacuna había sido todo un éxito.

Avancé en solitario por la serpenteante galería intestinal, y a medida que avanzaba un olor escatológico, fácilmente reconocible, empezaba a filtrarse en el interior del habitáculo. Me acercaba al intestino grueso, más ancho y espacioso aunque el conglomerado de una sustancia viscosa y nauseabunda en continuo movimiento, hacía más difícil mi circulación. A ambos flancos se formaban remolinos y turbulencias, nubes tóxicas quizá, que al ser analizados por los sensores de la nave me diagnosticaban que era gases flatulentos.

En un desliz de tripulación me metí dentro de una de estas grandes nubes y ya no pude salir, me atrapó en sus fauces ponzoñosas, y me vapuleó de un lado para otro en inmensidad de volteretas, hasta llegué a pensar que me quedaría allí para siempre.

Conseguí vislumbrar a lo lejos una pequeñísima luz que me iluminó los ojos de esperanza, pero yo no era dueño de los mandos y me movía al capricho del tifón, que se iba acercando a esa pequeña abertura. La fuerza de la tormenta se hizo cada vez más agresiva y como si una eclosión de dinamita fuera, salí catapultado hacia el exterior, envuelto en una nube de gases y mal olor.

Desgraciadamente toda la salpicadura se quedó pegada en la tela de la ropa interior. Ya he mandado un mensaje al laboratorio para que me rescaten de este refugio contaminante. Y están haciendo todo lo posible para encontrarme en este nido inmundo.

 

Fernando García de la Rosa

3 comentarios

poeta en piedra -

http://poetaenpiedra.hazblog.com/

Alibe -

Agradecido por el halago. Gracias a personas como tú este proyecto cobra mayor sentido y entusiasmo. Un abrazo muy cordial.

Marita Martín -

Qué sorpresa!!! grato blog. Y no solo grato, poético y trascendente.
Felicidades