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CÁLCULOS DEL AIRE

Blanca Navidad

Blanca Navidad

Esta noche, es nochebuena. Grandes globos de felicidad, efímera y comercial, flotan pendiendo de un hilo, en los corazones de las personas de bien. La ciudad se ha convertido en una feria de caballitos donde hay colgado a todo lo ancho de la calle, esqueletos iluminados por miles de bombillas mientras que abajo, en los escaparates de las tiendas, el espumillón y las bolas de colores incitan al viandante a gastarse su dinero en las temibles e interminables compras navideñas. Las esquinas del barrio se animan con las llamadas de jóvenes disfrazados de Santa Claus, que como el mejor de los magos, hacen aparecer de la nada una sonrisa en los rostros helados de los transeúntes, y agitan su campana a la vez que reparten caramelos de naranja a los impresionados niños, dubitativos entre acariciar el suave tacto del traje de terciopelo rojo o acurrucarse bajo la protección de su madre. Los vecinos se saludan en el portal amablemente y se desean feliz navidad mientras el bochinche de los chiquillos con sus panderetas se les acercan a pedir el aguinaldo, pero no les dan ni una peseta. De algún bar sale un borracho con la nariz roja de alcohol y el aliento oliendo a vinazo, se escupe en la mano para tocar la zambomba y canta ininteligibles villancicos entre risas hilarantes. Parece ser que todo el mundo es feliz y disfruta del día tan especial donde reinan regalos, corderos y dulces.
Aunque algunos trabajan no es impedimento para celebrar la navidad. A Juan Terrero, vigilante jurado de una fábrica. Hoy le ha tocado guardia de veinticuatro horas y no saldrá hasta mañana de madrugada, casi al alba.
Por ser un día especialmente señalado y entrañable, su mujer y su hija de apenas dos años le han hecho una visita a su puesto, una caseta prefabricada situada en la entrada principal. Han ido a desearle buenas noches y a llevarle la cena consistente en un bocadillo de jamón, una manzana, una Pepsi, y como especial, envuelto en papel de aluminio, un poco de turrón blando. Hoy no podrá compartir el ágape navideño en compañía de la familia, ni va a ver por la tele el mensaje de Su Majestad el Rey, ni el especial de Martes y Trece.
Hoy en todos los hogares se pone la vajilla y la cubertería del ajuar de hace casi treinta años, cuando era el no va más, convirtiendo la mesa en un gran bazar de todo a cien donde las cabezas de las gambas insisten en perderse en las arrugas del mantel bordado. Hoy que hasta las gracias del cuñado imbécil nos hacen reír, hoy Juan está un poco triste y se siente solo en su garita.
Sobre su escritorio, al lado del gastado teclado del ordenador, tiene extendida una servilleta de papel a modo de tapete y encima, como si de un manjar de marajá se tratara tiene la humilde cena de navidad. Cuando acabe con las viandas hará la ronda de las doce y volverá a su puesto. Tendrá que abrocharse bien el tres cuartos porque esta noche el viento Eolo del norte está de farra por estos meridianos, dispuesto a enfriar hasta las lágrimas que caigan del cielo.
Pasan las horas y no puede dejar de pensar en su casa. Ya estarán todos dormidos y tal vez ahora Papa Noel se esté colando por una ventana para dejarle algún regalo a su hija, y por qué no, a él también, este año ha sido bueno y ha hecho méritos ante el abuelete del pijama carmesí.
Empieza a imaginar cómo será. Alto como un gigante y con una poblada barba plateada y arracimada de caracolillos. La voluminosa tripa que le salta por encima del grueso cinturón delata su desmedida afición a la cerveza, manteniendo una lucha por reventar los botones de su casaca roja. Hiende los cielos con su trineo de oro tirado por los fieles e incansables renos.
Mientras sus pensamientos se pierden en el horizonte de estrellas, el frío arrecia y Juan se acurruca un poco más en la silla, se sube las solapas hasta esconder la rosada nariz y se frota vigorosamente las manos. Las piernas hace rato que dejaron de dolerle, ahora ya no las siente.
De pensar en su hogar un calor tibio empieza a recorrerle todo el cuerpo. Y como si estuviera en el sillón del salón frente a la tele, con la antigua estufa de butano calentándole los pies, se queda profundamente dormido. Mientras en el exterior empiezan a caer perlas de nieve, lentas, esponjosas y heladas.
Cuando el alba se despereza y deja paso a su hermano sol, el esplendor del nuevo día deja ver que la nevada nocturna ha sido copiosa. Los coches que había aparcados en la calle están arropados bajo una sábana de copos blancos, impidiendo ver color o modelo alguno. Los tejados parecen hechos de azúcar glasé donde reposan somnolientos los pajaritos mañaneros, abajo las calles están desiertas a la espera de albergar una jauría de niños dispuestos a jugar a una guerra con bolas de nieve y a hacer grandes y gordinflones muñecos.
Todo indica que con semejantes ingredientes hoy se cocinará un maravilloso y soleado día invernal. Este año sí podremos decir, como en la canción, que es una blanca y dulce navidad.
El rey de los astros encuentra a Juan sentado en la silla, dentro de la caseta. Con el mentón apoyado en el pecho, ladeando un poco la cabeza. Su semblante es feliz y una sonrisa le cruza toda la cara como una nebulosa de azahar. En las pestañas brillan pequeños cristales de escarcha nacarada y de los labios, ya sin color, pende una finísima estalactita de agua congelada. Todo el pelo se le ha quedado endurecido y cubierto de hielo y el color de la piel se ha teñido de blanco azulado.
Los extensos campos de alrededor están cubiertos por una tupida capa argéntea y los conejitos corren por encima dejando a su paso una hilera de huellas. El frío de la noche ha sido atroz e implacable. Juan, solo y amodorrado en su refugio, también ha sucumbido a las crueles inclemencias de la noche navideña.

Fernando García de la Rosa.

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