La Plaga II
Un verano de tórridos atardeceres se estaba colando a codazos en los verdes y cristalinos días de primavera. El sol, inmisericordioso y lacerante, caía a plomo sobre la superficie de la tierra, abrasando los prados de hierba esmeraldina y calentando como una sopa el caldo espeso de las charcas, en las afueras de los pueblos, donde vivían inquietos, dedicando su vida a una constante reproducción, anfibios, reptiles y crujientes insectos.
También en sitios acotados por el cemento y el hierro se dejaba colar la plúmbea calidez veraniega. Y en los polígonos industriales, atiborrados de grandes fábricas aportando su parte de energía calórica al medio ambiente se notaba, más que en ningún sitio, los dementes estragos de las altas temperaturas.
Una de ellas, perfilada en el industrial paisaje como una gigantesca mole de ladrillo con exageradas chimeneas, vomitaba una interminable columna de humo blanco y pastoso que se desperdigaba por los alrededores, sumiéndolos en una eterna niebla londinense. En ella se fabricaban tornillos y tuercas para maquinaria pesada y los robots hacían casi todo el trabajo dejando muy poca iniciativa a los empleados. Los pocos que quedaban, resignados ante la intratable fuerza de la subida del mercurio en los termómetros, siempre tenían sus pensamientos revoloteando por las refrescantes y eróticas playas litorales, que en breve, serían el lugar destinado para pasar el periodo vacacional. Otros operarios, abstraídos del mundo que les rodeaba, tenían a todo su ejército de neuronas concentrado en el quehacer diario, monótono y rutinario, de colocar las piezas metálicas en una caja de cartón, todas con la cabeza hacia abajo y perfectamente alineadas, como si de un ejército de hierro se tratara. Y todos, en general, esperaban a que llegara la hora de irse a casa.
Uno de estos artesanos de la rosca fue el primero en atisbar, entre la jungla de cables, moldes y mangueras, a uno de los que más tarde sesgaría los más humildes proyectos estivales, sembrando una mortífera pesadilla.
Lo encontró posado sobre una encimera repleta de herramientas. Era un mosquito de dimensiones desorbitadas, inusual en tan pequeño ser vivo. Tenía ojos opacos y enrejados como una celosía, una pequeña trompa peluda enrollada en una espiral que estiraba, de vez en cuando, como una serpentina. Las patas eran como finísimos sarmientos que soportaban el peso de un cuerpo translúcido y hemoglobino, enclenque pero capaz de picar y chupar la sangre de un hombre con un peso mil veces mayor que el suyo hasta adquirir el doble de su corpulencia. Sus alas eran grandes como pétalos de rosa, pero de un color gris quemado y mortecino.
- ¿Has visto eso, Pablo?- Comentó Luis, un trabajador del turno, a otro de su sección- da miedo mirarle, debe haberse alimentado con hormonas del crecimiento.
- He oído decir en el telediario que hay una plaga de no sé qué que viene de África y que son muy dañinos para el campo.
- Pues este me parece que no va ir muy lejos y se va a quedar aquí con nosotros. Para siempre.
El impulso animal y verdugo que todos llevamos dentro, hizo sucumbir al insecto bajo la brusquedad del acero de la mano del hombre.
Al día siguiente, otro vampiro con alas gigantes fue el causante del titánico picotazo asestado al encargado del turno, provocándole una hinchazón sonrojada en la zona de piel afectada. Más tarde y según iban pasando las horas, la presencia de los pequeños seres aumentaba al igual que el número de víctimas. En el ocaso de la tarde la presencia de los chupópteros disminuía, ocultándose en escondrijos invisibles, y ya entrada la noche, no se veía a ninguno revoloteando por el aire viciado. Todo el mundo creía que habían desaparecido misteriosamente, o bien se habían convertido en el manjar de algún depredador. Y así, en paz, pasaron unos días hasta llegar el fin de semana, sin rastro de mosquitos, y curiosamente ningún otro bicho raro como arañas o moscas.
El lunes, después del merecido descanso, el primer trabajador que llegó a la fábrica, aparcó su coche en el hueco preasignado en el aparcamiento, todavía vacío. En el trayecto hacia la entrada se encendió un cigarrillo y ya le llamó la atención el terrorífico zumbido que manaba del interior del recinto. Si él era el encargado de llegar antes que nadie para encender el alumbrado, ¿quien podría estar haciendo ese ruido?
Probablemente sean las tuberías de ventilación que están obstruidas, se decía a sí mismo para tranquilizarse. Aunque tal vez debería esperar a que llegue algún compañero, pero si no es nada pensará que soy un cobarde, así que lo mejor es que entre yo solo.
Era un susurro atronador que paralizaba los sentidos y arrugaba el alma. El camino hasta la zona de recepción se le hizo eterno, haciendo cábalas y promesas. Abrió la puerta y entró. Allí el insólito murmullo era aún más desconcertante y bullicioso. Se dirigió titubeante hacia la entrada de acceso a la planta de fundición con el corazón luchando por salir a borbotones por su garganta. Agarró el picaporte y lo giró con pereza, temeroso ante lo que pudiera encontrar al otro lado. Lo que vio le dejó petrificado y sin control para reaccionar, con las pupilas dilatadas y la boca inmovilizada en una mueca de horror. Se encontraba ante las puertas de un terrible reino infernal. El de los mosquitos.
Una gran túnica cenicienta en constante movimiento lo cubría todo. Millones de insectos hacinados por el suelo, paredes y techo, esperaban expectantes la llegada de algún ser vivo con que alimentar sus hambrientos cuerpecitos. Cuando vieron entrar al operario una buena cantidad de ellos se abalanzaron sobre él arropándolo como si de una manta mortuoria se tratara. Cubrieron su cuerpo en pocos segundos y le derribaron contra el suelo debido al peso que suponía la unión de toda la manada. Los asquerosos bichos se le metían en los ojos impidiendo parpadear y clavándole sus aguijones en la convexidad del iris. Ascendían por la pernera del pantalón y por las mangas de la camisa en busca de zonas más extensas de piel donde poder adherir sus patitas pilosas, causando un insoportable cosquilleo y dándose un opíparo festín de picaduras que no cesaban de causarle dolor. El insoportable tormento le obligó a revolcarse por el suelo, rodando como un cilindro sobre sí mismo en un intento, desesperado e inútil, de librarse de la mortífera carga que le había caído encima. Los diminutos asesinos se colaron en las oquedades de su nariz y en la cúpula de su faringe, robándole el aire reconstituyente necesario para evitar asfixiarle y dejarle muerto sobre la alfombra de dípteros. Los alaridos se ahogaban en el mullido enjambre mientras las uñas de sus dedos abrían surcos de impotencia sobre el impenetrable hormigón del suelo. La agonía fue decreciendo en la misma proporción que aumentaban sus posibilidades de morir asfixiado. Minutos más tarde el cuerpo del trabajador yacía inerte, oculto bajo la voracidad del holocausto.
En la zona más tropical de África, rodeado de selvas en continua anarquía arbórea, las ciénagas albergan en su seno a un tipo de mosquito, el Cíclope Antracitus, que tras las mutaciones sufridas durante miles de años han hecho del insecto un terrorista contra animales de otra especie. Conviven en enjambres de millones de individuos y se alimentan exclusivamente de sangre caliente. Muchas han sido las expediciones de científicos y aventureros que han viajado en busca de sabiduría o de tesoros ocultos en los meandros de los ríos salvajes, y todas sucumbieron ante el poder destructor del rugido de la plaga. Nadie volvió a la civilización para descubrir a la humanidad los ocultos secretos de la gran masa mortífera.
Sin embargo, una hembra de la especie, ensimismada por el placer que le supone el succionar el plasma sanguíneo se quedó asida como una ventosa a un primate, el cual fue capturado por un grupo de expedicionarios en busca de especies protegidas para traficar con ellas. Así pues, el mono y su parásito fueron embarcados en un avión rumbo a una ciudad importante de Europa.
En la gran urbe fue donde, una vez abandonado el cuerpo del simio, fue volando, ya borracho de sangre, hasta el calor de una fábrica de fundición donde depositó sus huevos, creando así el germen de una pesadilla. La misión de las larvas recién nacidas sería alimentarse y reproducirse hasta el infinito, con el fin de dominar bajo una dictadura de picotazo a otras familias de vertebrados.
La plaga ya se había adueñado del solar y en su trampa maldita iban cayendo, uno por uno, el resto del personal que acudía al trabajo. La voracidad del enjambre se saciaba, únicamente, con la hematosucción de los cuerpos de los trabajadores.
Hasta que uno de ellos, atemorizado por el murmullo de la turba, decidió no entrar y mirar por una pequeña ventana que, si bien no estaba a gran altura, sí era necesario buscar alrededor algún utensilio con lo que auparse hasta el alféizar, y lo encontró no muy lejos. Era un contenedor de basura que arrastró hasta debajo de la cristalera para subirse a contemplar el espeluznante banquete que se estaban dando los bichos homicidas. Inmediatamente frenó el paso del resto de sus compañeros y buscando en su agenda del teléfono móvil llamó a unos expertos en exterminación de plagas que conoció durante las vacaciones. Cuando llegaron fumigaron el interior del local a través de los aireadores del techo y de los conductos de ventilación, pasado un tiempo prudencial el diagnostico de los exterminadores fue que eran inmunes a su veneno. Más tarde se presentaron en el lugar los bomberos y declararon que si las cicutas y los pesticidas no podían con ellos, sólo el infierno de las llamas, que ellos conocían tan bien, podría difuminar su poder hasta convertirlo en cenizas. Convertirían la fábrica en su horno crematorio a base de bidones de gasolina y llamas.
Se asperjó con líquido inflamable todos los alrededores del recinto y uno de los bomberos, como antítesis de su trabajo, prendió la llama que llevaría al edificio a convertirse en una gran pira de sacrificios a dioses paganos. El color anaranjado y azul de las soflamas arropaba, con un cálido y mefistofélico abrazo de formas variables, al cartón y al plástico almacenado, convirtiéndose en el detonante de una gran explosión. El torrente de humo, en su atropellada y serpenteante huida hacia el cielo, dibujaba efímeras y macabras siluetas de diablos obesos con movimientos voluptuosos. La factoría se convirtió en un gran bosque de lenguas de fuego, donde ardió castigada, la plaga de mosquitos.
Pero todavía hoy, en las zonas más internas de África, permanece dormida la gran amenaza que acecha a nuestro planeta Tierra. Cuando decidan expandir su dictadura de chupasangre, la humanidad estará perdida y todos nosotros yaceremos muertos en los confines del Tártaro.
Fernando García Critilo
2 comentarios
carmen maría -
me gustaría que visitaras mi blog estaría muy agradecida y ya seguimos hablando de la magia de las palabras
muchos abrazos
Clara -