Blogia
CÁLCULOS DEL AIRE

Lesbos

Lesbos

Parecía que yo andaba de suerte.
El doctor había concluido, tras dos horas, que no había conclusión posible.
Además, estaba realmente afectado por su anterior metedura de pata, debida a la precipitación.
Y prefirió recoger los datos de los que simplemente había estado verificando su integridad, y retirarse a la universidad, dijo, para analizar aquel galimatías en detalle, antes de enviarnos en una expedición sin objetivo claro.
Lo que yo le agradecí, interiormente.
Su retirada, no la proyectada expedición, he de aclarar.
Eugene no pareció tan molesta como yo hubiera supuesto.
También había rebajado su excitación.
Habló vagamente de continuar con su tesis, cosa que me sorprendió, porque pensé que aquello era otro de sus cuentos.
No me dio la gana preguntarle por el tema de su tesis.
Tampoco se la veía con aspecto de comentar mucho.
Cuando por fin ambos se marcharon, yo me hice a la idea de tratar de adelantar en mi novela, más considerando que de momento la tenía económicamente hipotecada, sin haber llegado ni a la mitad. Empecé a re-situarme mentalmente.
Ginger: Había cambiado algo de carácter, pero era sustancialmente la misma.
Le daría algunos toques exóticos, sin más.
La verdad es que me apetecía menos que al principio retomar el argumento donde lo dejé.
Pero al fin y al cabo era mi obligación laboral.
Hubiera preferido continuar las exploraciones por los alrededores de A, en compañía de Eugene.
Pero ella sólo mencionó que me llamaría.
Salieron los dos, cada uno hacia su destino.
Y yo me dispuse a desordenar un poco el medio ambiente, porque mi “habitat” de trabajo necesitaba el desorden para ser eficaz, y Eugene parecía en cambio propensa a dejar todo en su sitio, o inventar un sitio para cada cosa, lo que me tenía bastante desorientado, aunque no me atreví a comentárselo.
El doctor había vuelto a vaciar el ordenador.
Quizá temía mi curiosidad.
Quizá fuera necesario o una precaución elemental.
La idea de alguien persiguiéndonos o vigilándonos que Eugene había tratado de inculcarme no había tenido gran eficacia sobre mí.
Recordé, mientras desparramaba por el suelo un par de capítulos inacabados, como me había mirado el doctor cuando le comenté lo accesible que era mi vivienda, hasta el punto de que la llave se había convertido en un estorbo.
Comprendí su precaución.
Pero ¿Quién que no fuera Eugene, o él mismo, podía tener interés en buscar algo en mi apartamento?
Ni siquiera mi novela, a la que lógicamente valoraba mucho, podía perderse por completo en las entrañas de la máquina, ni en forma accidental, ni intencionada.
Ángel, a requerimiento de mi editor, me había proporcionado un sistema que de forma automática, sin la intervención de mi despreocupada mano, se ocupaba de hacer copias que pasaban, vía telefónica, a un disco duro remoto que era sencillo de recuperar: Como ya había tenido oportunidad de verificar en alguna ocasión, debido a mi torpeza ofimática.
Y la mayoría de los muebles pertenecían a mi casera, que no había gastado mucho en ellos.
Tampoco tenía nada de valor, salvo el propio ordenador portátil, que era propiedad de mi editor.
Jamás tuve la más mínima preocupación por este asunto.
Mientras cavilaba sobre todos estos detalles paranoicos, me di cuenta de que, lo que realmente me pasaba, es que la echaba de menos, media hora después de que se hubiera ido.
La cosa parecía grave.
Necesitaba un tratamiento de choque.
Recordé que, al salir de mi casa, en Madrid, había olvidado recoger algunos apuntes.
No es que fueran importantes..., bueno, sí lo eran.
Lo que pasa es que eran anotaciones que yo podía recordar de memoria casi en su integridad, y mi primera intención era evitar, por cualquier motivo, abandonar mi refugio.
Pero de mi primera intención quedaba muy poco.
Por otro lado, había delatado mi cercanía tanto a Ángel como a Marta, por lo que la ficción de las rías bajas no tenía ya ninguna utilidad.
Y las intenciones, buenas o malas, de que está empedrado el camino del infierno, me condujeron a la ruptura.
Sobre todo, intentar demostrarme a mí mismo que podía prescindir de Eugene,...
Tenía esa necesidad imperiosa, tanto más cuanto que la melancolía había tardado tan sólo media hora en aparecer.
No había terminado de hacerme este auto análisis cuando ya había recogido en mi bolsa de viaje lo imprescindible y me dirigía con decisión, tras cerrar con llave la puerta, hacia la estación.
El plan era simple:
Me acercaría a Madrid, tres cuartos de hora de tren, a mi casa, media hora, recogería los papeles, comería en alguno de los restaurantes de Latina, y volvería tranquilamente, sin saludar a nadie.
Estaría de vuelta temprano.
Sin tomar el autobús que llevaba a la estación de A, que no era muy frecuente en sus horarios, y ligero de equipaje, tan sólo añadía unos veinte minutos más de agradable paseo camino de la estación, bajo la sombra de los plátanos, que filtraban el sol matinal.
Desde que me subí al tren de cercanías, pareció como si hubiera desaparecido de A y retornado del sueño a la vigilia rutinaria.
Nada más dejar atrás el río, los últimos árboles, las últimas huertas de la vega y desembocar en la terrible estepa castellana, entré en una especie de sopor automático que hizo que apenas recuerde como pasé las siguientes cinco horas.
Me consta que cumplí mi programa porque las anotaciones para la novela estaban en mi bolso.
Y recuerdo haber comido el plato del día por la zona de Encomienda en un local que me era desconocido, aunque se parecía a tantos otros, donde tocaba cocido.
Tuve cuidado de no ir a ninguno de mis comedores habituales, donde pudiera tropezarme con algún conocido.
Poco después, y renunciando de nuevo al autobús que me llevara desde la estación a A, declinando el día, volvía a mi apartamento.
No había curado mi melancolía, pero me sentía algo más dueño de mí:
Había logrado algo de distancia con respecto a la profundidad de mis sentimientos...
(...)
Sé que no debiera haberme quedado, por respeto a su privacidad.
Pero primero la sorpresa me paralizó, después me poseyó el demonio de la perversidad.
Finalmente, dudo de mis propios sentimientos.
Cuando llegué, evidentemente no era esperado.
Tampoco esperaba yo encontrar la puerta abierta, si bien no era tan raro porque el resbalón, ya lo había experimentado otras veces, desgastado por el uso, no cerraba bien si no te tomabas mucho interés en que lo hiciera.
Incluso, estoy seguro, podría ser abierto de un empujón aunque se hubiera aparentemente encajado correctamente.
El caso es que la puerta estaba entornada, yo no era esperado y no hice ruido o no fui escuchado.
A juzgar por la concentración que observé, prefiero pensar que no me oyeron.
Mi primera intención al verlas fue hacerme notar, pero algo inconsciente me frenó.
Aseguro que estuve un tiempo razonable de pie, en el marco de la puerta de mi habitación, sin hacer nada por ocultarme, con la boca entreabierta para pronunciar un saludo que nunca salió.
No era extraño, en principio, que hubiera entre Eugene y Mila suficiente efusividad y confianza como para abrazarse, como prefieren las hembras, en lugar del frío apretón de manos del macho; pero la situación derivaba en otra conclusión, por la duración del abrazo, el silencio obligado de labios contra labios, la exploración del cuerpo contrario con manos ávidas.
De espaldas a mí la silueta inconfundible de Eugene, para mí ya tan familiar, era investigada en toda su extensión por las manos de Mila, que no podía haberme visto porque primero su cara desaparecía tras la redonda cabeza de Eugene y después, cuando rozaba con los labios cuello y lóbulo de la pequeña oreja de Eugene, porque tenía los ojos cerrados.
En este punto, yo ya no tenía vuelta atrás:
O desaparecía discretamente como persona civilizada, o me hacía notar en tono que quisiera ser casual, o permanecía allí, al amparo de la oscuridad del pasillo guiado de morbosa curiosidad.
Cuando la mano derecha de Mila, sobre la cintura de Eugene, empezó a desnudar despacio su espalda, yo ya no podía elegir, ni tener dudas acerca de lo que estaba pasando.
Me siento obligado a explicar, por otro lado, que entre los muchos sentimientos que me inundaban en aquellos momentos, mientras daba un paso atrás hacia el pasillo, no figuraron los celos al principio:
Estaba más bien asombrado.
La camiseta de Eugene comenzó a ser arrastrada espalda arriba, mostrando la depresión de su espina dorsal, hasta hacer asomar el cierre del sujetador que extrañamente vestía, contra su costumbre.
Quizá por aquel antiguo axioma de que la mujer se viste más cuanto más dispuesta está a desnudarse.
Mientras tanto, Eugene no había permanecido inactiva sino que, acariciando la nalga izquierda de Mila con su mano derecha, hasta la entrepierna, había provocado que ésta elevara su muslo y rodeado con su pierna las nalgas de Eugene, para intentar contactar más directamente su pubis con el de ella, en equilibrio inestable, presión que Eugene aprovechó para elevar sus brazos y permitir que su camiseta sin hombros se deslizara con facilidad sobre su cabeza, dejando su torso tan solo con el sujetador blanco, talla ochenta, que se apresuró, una vez la camiseta cayó a sus pies, a desabrochar ella misma, manipulando con sus dos manos sobre el cierre, bajo sus omóplatos, en contorsión que le obligaba a cerrar sus nalgas y presionar aún más su vientre sobre el de Mila.
Al deshacerse Eugene del sujetador, que cayó, apenas un copo, sobre su camiseta, echó la cabeza hacia atrás, en un gesto como si quisiera apartar su pelo de su cara, siendo que no existía tal cantidad de pelo, lo que me llevó a pensar por un instante cual sería su imagen con pelo negro largo, en lugar de la redonda cabeza que yo siempre había conocido.
Medite vagamente que conocía hasta el último rincón de su cuerpo pero, evidentemente, no la conocía a ella, concluí, con cierta tristeza.
Y tengo que volver a insistir en que mis sentimientos, algo contradictorios, estaban respondiendo de una forma que yo, en otras circunstancias, no consideraría “normales”.
Echó su cabeza hacia atrás, manos sobre los hombros de Mila, en forma que ésta pudiera descender por su fino y largo cuello hasta sin duda perderse en sus pequeños y turgentes senos, sin duda pezones erectos elevándose a derecha e izquierda, por efecto de sus brazos levantados:
Aquellos pequeños senos que yo no veía, pero que tan bien conocía, redonda y pequeña aureola, rectos y largos pezones, la marca, lunar, o lo que fuese...
Aunque yo no lo había advertido, (por momentos veía con la imaginación más que con los ojos) al bajar sus brazos ahora Eugene debió entretenerse en desabotonar la ceñida camisa de lino que apenas contenía las formas redondas y sensuales de Mila, que yo había imaginado alguna vez, mientras Mila maniobraba con el cierre de su propio sujetador, talla noventa, que se aparecía negro, sobre el azul oscuro de la camisa, que, con rapidez inusitada, en estudiada contorsión, nueva presión vaginal, se deslizó, tropezando en su muslo, aún elevado, hasta el suelo, al lado contrario de la ropa de Eugene.
Curiosamente, aunque yo no supe cómo, esto lo hizo sin deshacerse de la camisa, que sin embargo no cubría su pecho.
En la oscuridad del pasillo, yo apenas respiraba, fuertemente excitado, sin embargo.
Uno de los exuberantes senos de Mila, el izquierdo, dejó asomar por el costado de Eugene, bajo su axila, su aureola redonda, marcada y amplia, donde destacaba un pequeño pero erecto pezón que había escapado bajo la presión, torso contra torso, aunque por algún extraño motivo Mila no hacía intención de deshacerse de la ligera camisa. Mila, ligeramente más baja que Eugene, lo recuperó, tratando de elevarlo, sin duda para contactar con los pequeños senos de Eugene, para aprisionarlos entre los suyos, dentro de su camisa.
Ambas echando un poco la cabeza hacia atrás, la cara de Mila se levantó un instante, ojos cerrados, negras y largas pestañas, indefinida expresión en su boca entreabierta, labios rojos y húmedos, leve suspiro, para hundirse de nuevo entre los senos de Eugene, en lento y laborioso descenso, mientras recuperaba el apoyo de sus dos piernas, bajando su muslo parsimoniosamente y sin perder un segundo de contacto con la pierna de Eugene, y más abajo, abriendo las piernas para poderse flexionar, en cuclillas, hasta perder su cabeza a la altura de la cintura de Eugene, que ladeaba lentamente su cabeza, derecha e izquierda, por lo que pude averiguar, de refilón, que sus chispeantes ojos avellana permanecían también cerrados.
Mila, ahora de rodillas, había desabrochado los jeans de Eugene, y pugnaba por hacerlos bajar, con dificultad,...
(...)

Juan Antonio Pizarro.

0 comentarios