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CÁLCULOS DEL AIRE

LA ALCUZA DE ÁLIBE

Valladolid - Ciudad Rodrigo - Sierra de Francia

Valladolid - Ciudad Rodrigo - Sierra de Francia A la entrañable Mar,
por su generosa acogida.

Un nuevo compromiso con la adicción exploradora cayó sobre mi idolatrada pasión por el descubrimiento de lugares dignos de peregrinar. En esta ocasión la propuesta viajera se dispendió maravillosamente y, en primer lugar, por la ciudad de Valladolid (festiva, frenética, embargada de algazara y vitalidad por las fiestas patronales) y, al día siguiente, en un trayecto compartido por varias amigas pucelanas, por la Sierra de Francia entre paisajes luminosos, frescos y villas de indudable sosiego y sabor montañés.
Vayamos por partes. La llegada ya nocturna a Valladolid llegó con el acompañamiento de un cierto gustillo a aturdimiento –ni qué decir tiene a estas alturas que esta percepción ya es ahíto conocida por mis seres más cercanos – que no se disipó hasta bien entrada la noche. Parte de “culpa” en encontrar ese punto de normalidad la tuvo mi cicerone Mar; sus conversaciones aportando toques culturales, apuntes gastronómicos y temas de las más variadas estirpes compusieron una velada amena, inspiradora de recuerdos perdurables ante una concurrencia con ganas de disfrute y diversión.
Entre tapas y diálogos cercanos, entre recorridos por la urbe y frescor por mi errónea indumentaria transcurrió la noche. Imposible serán de olvidar (necio de mi si osara llegar a ello), las anatomías arqueológicas de la Iglesia de Santa Mª la Antigua con su original torre románica, la fachada de la incompleta Catedral ofreciendo un duelo singular de originalidad frente a las archiconocidas góticas de León y Burgos; también la Plaza Mayor y la fachada de la Universidad se mostraron en todo su apogeo ante mi asombro, siempre en estado de alta actividad.
Sólo el cansancio acumulado de los últimos días pudo imponer freno a mi particular degustación histórica. El día siguiente esperaba la serranía de Francia; convenía encontrarse renovado, fresco para preludiar la incursión.
A primeras horas del día se levaron “anclas” con rumbo a La Alberca. Sorprendente fue advertir, durante fragmentos del viaje, densos nubarrones que advertían entrar en acción, y bancos de nieve que, conjurados sobre vastos campos de cereal, prejuzgaban nuestras inmensas carestías orientativas. Buena prueba de ello pudo comprobarse cuando involuntariamente accedimos a Ciudad Rodrigo tras perder la pista del destino estipulado. En la localidad salmantina, la vetusta Mirobriga, decidimos apearnos para desentumecer músculos, incentivar frugalmente los estómagos; el resultado de la parada: una fascinante sorpresa con la belleza medieval que derrocha en pleno este burgo. Recorriendo el núcleo urbano no fue difícil avistar imponentes casas señoriales todas ellas recamadas por vistosos blasones nobiliarios. La Plaza Mayor, hermosa en cuánto a su irregularidad, nos concedió el regalo de observar el porticado ayuntamiento donde se nos prestó, con amabilidad, todo tipo de recomendaciones turísticas. Ya desandado el camino, dirección al auto, no pudimos impedir la tentación de entrar en la Catedral (conjunto interior que atesora un amplio retablo, varios sepulcros y poderosa sillería) dando por finalizado y bendecido el curioso desvío.
Por fin se llegó al territorio de Las Batuecas. El poblado de La Alberca vino a colgarnos, a los cuatro tripulantes de la travesía, el medallón de alto rango de la persistencia sólo concedido a aquellos moradores que no claudican con facilidad al desaliento. Todo el trazado de las calles permanecía con un aceptable número de curiosos; la mayoría cautivados por las florales fachadas de las viviendas y la maravillosa atmósfera de ese día, despejado y saludable. Escapar de allí se antojó como una pequeña desconsideración a los espacios apuestos; el viaje debería continuar.
A muy pocos kilómetros distaba la más humilde y desconocida villa de S. Martín del Castañar. En ella me topé con una arquitectura popular similar a la de sus vecinos pero con menos afeites, con menos brillos y destellos en forma de restauraciones. En cambio su plaza taurina, su fuente del humilladero, su castillo-necrópolis con línea amurallada y extraordinarias perspectivas de la Sierra de Béjar no encontraron parangón en la comarca inmiscuida por nuestra curiosidad.
El balance final del viaje fue notable, excelente. Cómo en tantas ocasiones este último causó, al igual que otros conservados en pócima de recuerdo, un efecto revelador de dimensiones incalculables.

Ángel Fdez. de Marco (Álibe)

Sierra del Rincón

Sábado resplandeciente en un día primaveral frío, algo inestable y persistente viento. Resplandeciente y primoroso, magnífico y edificante por la “intromisión turística”, en compañía de Alicia, en el vértice norte de la provincia de Madrid. Lugar ubicado en un eje estratégico donde las coordenadas y parámetros de medida pierden significado sustancial, y donde el privilegio de constatar un ecosistema natural puede calificarse de indefinible.
El viaje efectuado a la Sierra del Rincón ha supuesto una nueva conciliación con la belleza, la armonía y el cariz sagrado que ofrece al viajero el mundo del silencio, de los paisajes enmarcados en escenas pictóricas biseladas, en vivencias y pensamientos glorificados por un bienestar misteriosamente placentero.
Para que el lector pueda hacerse una somera idea del grado de satisfacción que el itinerario me produjo, podría emplearse el símil del enorme gozo metafísico que puede percibir un advenedizo místico en un primer encuentro con la experiencia del milagro.
A pesar que la jornada nos regaló una atmósfera amenazante en las estribaciones de la sierra madrileña, pronto pude intuir que el día, de verdad, prometería. Y por fortuna el vaticinio no se truncó.
Una vez llegada a la altura de Buitrago de Lozoya, con su colosal muralla árabe, con las sobrias viviendas de laja montañesa percibí que llegábamos a un terreno especial, radiante, muy dispar al acostumbrado mío de huerta y vega.
La temperatura, a media que ascendíamos, caía a niveles invernales pues aunque el empeoramiento general en el resto de la Comunidad sufrió un firme descenso, aquí, las condiciones climáticas, se acentuaron con mayor rigor.
Con el frío a cuestas atravesamos el poblado de Gandullas mientras las alturas comenzaban a elevarse progresivamente. Al paso de la localidad las vistas, el relieve siempre abrupto y verde que atraviesa la sinuosidad del recorrido, componían un escenario de difícil olvido. Por estos lares eran frecuentes los encuentros con variedad de coníferas alzadas entre la orografía irregular del terreno, e incluso la observación de alguna rapaz ocasional, pudo realizarse cumpliendo con los tramos que nos acercarían a los límites de la provincia capitalina.
A los pocos kilómetros alcanzamos Prádena del Rincón, el espacio que nos acercó a la vista las dehesas y praderas repletas de vida que dan nombre a tan extraordinaria villa. Y a escasos minutos, por la misma vía angosta y solitaria que nos acompañó, topamos con Montejo de La Sierra. Montejo sin discusión hace de centro epitelial en esta esquina diáfana de luz y regeneración constante. Fue la localidad donde decidimos parar la marcha emprendiendo las gestiones para la visita del fragante “Hayedo”, el paraje declarado Sitio Natural de Interés Nacional desde hace ya treinta y un años. En él, con visita guiada, contemplamos el curso inicial de un Jarama demasiado púber, también y sobre todo fuimos testigos de ejemplares imponentes de hayas, robles, melojos y abedules. La singularidad del enclave ocasionó a los excursionistas congregados muestras de asombro y maravilla por la conservación de tanta especie alojada en tamañas condiciones. Todo el recorrido (apenas unos tres kilómetros) lo aprecié al igual que la visita a la pinacoteca de mayor prestigio disponible. Desde luego el lugar no se merecía otra distinción.
Concluida la caminata organizada decidimos continuar a través de las lindes de la comarca. En un cruce, dejado atrás el Puerto de La Hiruela, decidimos arribar al pueblo homónimo para si cabe agasajar más a nuestra curiosidad permanente. En la aldea paseamos, entre la mirada indagatoria de algún anciano lugareño de boina y rostro curtido, por el conjunto de casas de piedra, adobe y madera. Eran visibles los procesos de restauración ocasionados a las escasas viviendas, comprobando como algunas de ellas ofertaban servicios de hostelería y alojamiento a los osados merodeadores que desearan “profanar” este excepcional nido de águilas.
En La Hiruela se plantea dar finaliza la ruta. El regreso a la gran ciudad se acercaría con el gusto incombustible del descubrimiento transeúnte. Pronto vendrían los días para ordenar en limpio tantas sensaciones turbadas por esta imantación de origen tan hermoso como desconocido.