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CÁLCULOS DEL AIRE

Pasaje a la eternidad

Pasaje a la eternidad

Aunque la noche no fuera lo reconfortante que hubiera deseado y, el sueño, escaso, apenas haya sido lo reparador que uno hubiese querido, el calendario, en rojo, perfectamente marcado, no dejaba ningún género de dudas: tocaba salir a una nueva ruta dominical. El caserío de Villamanrique de Tajo esperaba.

Sobre las 10:30 la Sra. Ciurea y servidor iniciamos el viaje, y como viene siendo habitual, tras algún que otro despiste de carretera ocasionado por la densa congestión de brumas y nieblas matinales, llegamos a este pueblito limítrofe entre la provincia de Madrid y Toledo y que tan insospechadas emociones vendrían a generar durante las siguientes horas de descubrimiento.

Y es que —¡cuántas veces lo he podido advertir en propias carnes!— no es necesario que un enclave rebose magnanimidad, belleza superlativa, un extenso elenco monumental e histórico para que un paraje marque con hierro candente en el capacho emocional de uno; para ejemplo aquí les ofrezco a nuestra diminuta localidad de hoy.

La esencia villamanriqueña no es esencialmente exultante, ni mucho menos dispone de los atributos que la hagan acaparadora de un seguimiento turístico…, pero es portadora de hechizo, de embrujo, de dulzura engendrada bajo los parámetros de la sencillez, la sobriedad, la austeridad, la tibieza y un halo magnético que se desprende ya desde las primeras incursiones a pie.

Las viviendas, muchas de ellas resplandecientes y encaladas, nidifican parsimoniosas en unas callejuelas modestas, que se recorren cómoda y fácilmente. Atravesándolas es un deleite respirar la humorosa fragancia de chimeneas cercanas; la casi inexistencia presencia humana (pensando que la escasa población aún se mantenga remoloneando en sus casas en una húmeda y fresca mañana de domingo otoñal), y comprobar que el viajero, siempre bisoño aunque ávido en las aventuras de la vida, profana el aislamiento de la villa.

Un punto muy destacable de ella es su Área Recreativa. Cruzando su puente de madera sobre el amoroso río Tajo, gozamos de un parque natural saciado de verdor, de aparatos gimnásticos diseminados por el amplio espacio, cuyos tarays y pinos y zarzamoras y adelfas y sendas —bien delimitadas— permiten paseos libres, amables, gentiles, con el acompañamiento de los cantos voladores que amenizan un cielo que flirtea entre las nubes y un débil sol.

Después, para completar el menú de degustación, vendrá la silueta argéntea de la Iglesia: templo que me hace recordar las directrices estéticas empleadas por los arquitectos del antiguo Instituto de Colonización, y nuevas calles, y escasos rincones más que colocan y acotan brida a un lugar que en su pequeñez y jubilosa candidez reúne sus mayores aportes.

Excelente sabor dejaste, Villamanrique. Ten por seguro que regresaré. Tal vez la intuición de las aves migratorias que atraviesan el cortejo de los telares celestes puedan predecir, con resolución, algo al respecto.

 

 

Álibe.

Expediciones fluvio-literarias a la vera del Tajo. 

 

 

 

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