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CÁLCULOS DEL AIRE

El Pulpo de la Estación Once

El Pulpo de la Estación Once

Resulta extraño no verlo junto a los cofres de la Estación Once, con su cajón de lustrar y esa respiración asmática que lo castigaba en los inviernos, pero nunca logró estropearle la sonrisa. Hace cuarenta y tantos, dicen los más veteranos de su selecta clientela de obreros, quinieleros, buscas y correteadores de putas. A mí me constan al menos treinta agostos, desde cuando tenía su modesto salón de lustre, frente a los antiguos baños de la terminal ferroviaria. En esos días de mi infancia, algunas mañanas pasaba mal dormido y peor alimentado, rumbo a una escuela tan lejana como breve y ahí estaba “El Pulpo”, revoleando cepillos y deshilando paños entintados, por la alegría de la moneda ganada con oficio. Luego pasé a formar parte de la nueva generación de clientes y nos hicimos casi amigos.

“El Pulpo” —nunca supe su nombre, aunque vi crecer a sus hijos y a él venirse viejo y previsor del frío, que se lo terminó llevando puesto— no era tan solo un lustrabotas: sino un artista. Tenía el orgullo y la seguridad de saberse profesional, pero ante todo, esa dedicación apasionada de quienes aman lo que hacen. Ponía el corazón en cada lustre y todo lo hacía con una precisión y una seriedad admirables. Sus hijos aprendieron, sus nietos incluso, pero nadie, nadie lustra como “El Pulpo”. Eso lo saben todos, como todos sabíamos de su mesura, educación y buen trato, que contrastaban con la rusticidad del ámbito y lo hacía blanco de bromas despiadadas, de las que se escudaba en el silencio de su timidez provinciana.

Pasó media vida lustrando en el ingreso al hall, hasta que el progreso le tiró al volquete la plataforma con sus sillas de apoya pies de bronce y ocupó el espacio, para la vidriera de un moderno local a treinta mil la llave. Le prometieron respetar los años resignados a la ventisca y al perfume a orina de los baños públicos: ya viene el arquitecto para diseñarle un localito que va a ser la envidia; mañana el gerente de la concesión verá de dejarle una esquinita para que acomode sus huesos y pomadas; pronto se desocupa la cuadrilla y va a ver qué lindo el lugar que pensaron para que trabaje. Estamos esperando la orden de arriba, pero todo está dispuesto. Así corrieron años, de más frío y vanas esperanzas, pero El Pulpo nunca dejó de creer que se acordaban de él. “Hay que esperar dotor —me decía, haciéndome usurpar el título y concediéndome el honor— son buena gente los ingenieros, pero están muy ocupados, una obra grande..qué le parece.. pobres, tanto trabajo. Pero todo llega en la vida. Uno siempre tiene que ser agradecido y tener paciencia”. Gran corazón y mucha sabiduría la del pulpo, todo llega en la vida, inclusive la muerte. Los pulmones no le dieron más y antes que se le marchitara la voluntad se recluyó en su casa.

Esta mañana, Juan —uno de sus hijos, de los que vi crecer cepillo en mano— me hizo saber que se acabó la magia del brillo acharolado, la filigrana de cerdas en el aire, el restallar de paños entibiando el cuero y la franca sonrisa del maestro. Ya no más el oído atento y sobrio de confesor laico. No más ilustradas palabras de un hombre sin escuela. Ni su lección de felicidad llana, que valía muchísimo más de tres monedas.

Si Dios existe —y no está tan ocupado— verá que finalmente le hagan su merecido saloncito, para que sigan lustrando sus hijos y sus nietos, así, “El Pulpo” sabrá desde lo alto que su sueño llegó, como todo en la vida, o un poquito después.

Sergio Manganelli

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