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CÁLCULOS DEL AIRE

Molinos del Río Cofio

Molinos del Río Cofio

Ruta primaveral, magnífica, espléndida, luminosa la que éste sábado, de finales de abril, espera para acometer con entusiasmo la trayectoria senderista a Las Navas del Marqués. Son las ocho y veinte minutos de la mañana y el bus, desde la madrileña calle de Leganitos, linde con Plaza de España, contempla a los seniles excursionistas acicalar sus equipamientos, preparar sus bártulos con esmero y cuidado antes de partir. Un ligero fresco matinal acompaña en los minutos previos. A las ocho y media el vehículo inicia su andadura rumbo a El Escorial donde un frugal desayuno permitirá almacenar algunas energías para acometer, después, el minúsculo desafío de la caminata. No es necesaria mucha espera pues la localidad, asomada sobre unas empinadas lomas de altitud considerable, se encuentra a una distancia reducida de la Sierra de Madrid con la que comparte hermosura, terreno abrupto, verdor impactante, vegetación rala a veces y de coníferas otras, junto al ganado bóvino que pace disperso en calma y libertad.

Una vez que el autobús atraviesa el pequeño municipio de Las Navas aparcando en las estribaciones de la ruta en ciernes, ésta queda inaugurada. Los veintidos integrantes del grupo, creo que todavía personas más maduras desde que salieron de la metrópoli, bajan los peldaños del vehículo permaneciendo en una explanada en la que de manera muy severa, profesional proceden a preparar sus bastones metálicos, a mudarse de botas, a suministrarse parsimoniosamente potingues solares en sus curtidos rostros, a iniciar una especie de rito iniciático, silencioso y cubierto con una expectación poco prevista por mí. Tras la tardanza de unas rezagadas mujeres finalizar su cambio de calzado, el grupeto, todo compacto, comienza la andadura liderado por el monitor José Murillo. Éste en un hombre en la cuerentena de la existencia, de altura, de complexión media, de cabello negro atizado por canas más que ocasionales, y de rostro redondeado, de mejillas abultadas que se asemejaban a las de un pachón navarro en su etapa aún de lozanía. Junto a él iniciamos todos juntos el camino aunque la intensidad de paso varía entre los expedicionarios. Llamativa sorpresa la que me acoge al comprobar que,ciertas personas de avanzada edad,se mantienen en una envidiable forma física y acomenten las ligeras dificultades de terreno con facilidad y decisión.

Los primeros kilómetros se ofrecen sencillos pues la senda que tomamos es un falso llano que apenas ofrece resistencia, eso sí, el sol cegador, claro, impetuoso ya se encarga de colocar un tono incordioso al trayecto; también el viento que a rachás cálidas como caricias sureñas que se perdieron en estas alturas se instala furtivo ante nuestra presencia.

Lo que se contempla no deja impasible a nadie: las hendiduras verdosas, las lomas que zigzaguean uniformemente a medida que el paraje va transformándose en altura, en color; las cárcavas y pedregales cercanos, y los aguiluchos y gerifaltes que al igual que centinelas aéreos en invisibles puestos de vigilancia parecen observar, con detalle, cada paso y torpeza de nuestra pérfida e imperfecta condición humana.

Calor y falta de agua se agregan a mi caminar. Horas antes apenas las había percibido pero el paso inexorable de las horas extraen de mi algunas limitaciones fisiológicas incapaces de olvidar. En las horas centrales del día se procede a realizar alguna pausa; por fortuna no surge en el seno del comando geriátrico conato alguno de fatiga, gracias a las bondades del relieve. Entre tanto, siento curiosidad y alguna impaciencia por contemplar de una vez por todas las sinuosas y angostas aguas del Cofio, río afluente del Alberche que tarda en mostrarse como receloso, como queriendo desafiar con soberbia la curiosidad de quién le implora remisión. Entre tanto nos topamos con los restos de un fortín que fue testigo protagonista de la contienda civil española.

Hasta casi la hora del almuerzo no se llega a contactar con el riachuelo. Tras acompañarlo en paralelo, durante un trecho no lejano, llegamos a una ribera desabastecida de arboledas, y una exigua pradera colindante invita al solaz y ocuparse del yantar.

Después de la necesaria pausa proseguimos hacia el último capítulo de “la peregrinación” de la jornada: el avistamiento de los molinos de río. Desperdigado, sobre juncales fluviales yace el primero en un estado de conservación precario, donde el tiempo impasible a las propiedades de la belleza empozoña la estética pasada de las obras del hombre, la huella inherente de su quehacer, el rastro real y confuso de sus actos. Los demás, un total de cuatro, se ubican a una distancia regular de dos o tres centenas de metros aunque su nivel de preservación es pésimo, y sólo la piedra, amontonada y alguna fachada aún no caída, testimonia lo que algún día fueron molinos de agua activos, bellos y productivos.

Todavía la tarde en su ocaso conserva luminosidad y sofoco. Aires serranos como abrazos de salud y honor aún se prestan a acompañarnos mientras el cansancio timídamente se manifiesta en la mayoría. El olor a tomillo, el canto de las núbiles calandrias, las deposiciones bóvinas y un poso de escozor en mi blanquecina piel por la austeridad del astro rey, pudieron colonizarme las sensaciones otra ocasión más. Un nuevo acceso a la franqueza de la naturelaza tuve el gusto de compartir. Sobre todo con mis desvanecidas ínfulas.


Ángel Fdez. De Marco (Álibe)

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