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CÁLCULOS DEL AIRE

¿Recuerdas?

¿Recuerdas?

En mi memoria siempre estarán presentes las vivencias de los años de niñez, que a lomos de una nebulosa azul con olor de golosinas y bañadas por un haz de chicles de fresa, vienen a mí para dejarme la mirada perdida en el infinito. Una infancia donde la noche de reyes era una de las más importantes del año. Donde si tenía suerte, al pie del árbol de navidad siempre había uno o dos regalos. No como ahora, que Melchor, Gaspar y Baltasar derrochan en las casas medio centro comercial.
Como ya soy mayor y me encuentro metido de lleno en esta sociedad consumista, los regalos navideños, hace tiempo que dejaron de ilusionarme. Por eso, el año pasado pedí a los Reyes Magos un deseo. Volver a ser niño, aunque fuera tan sólo por un día. Algo imposible, claro... O tal vez no.
Esa noche no pude descansar tranquilo, pensando en la idea de que tal vez, cuando despertara y me mirara en el espejo, me vería a mí mismo a la edad de siete u ocho años. Con el pelo revuelto por los remolinos y la boca mellada de dientes que se había llevado el Ratoncito Pérez. Sin embargo, desperté siendo hombre, sobresaltado por el estallido de la alarma del despertador, recordándome con toques de campana que me esperaba el trabajo en la fábrica.
Al llegar al tajo me llamó la atención que el aparcamiento estuviera desierto de almas y coches. También echaba de menos que en los vestuarios nadie dijera obscenidades ni comentarios machistas. Pero no pasaba de ser algo raro. Así que me fui hacia la puerta de entrada a la planta, abrí y pasé.
Ante mí se desplegó todo un mundo fabuloso de color, donde la tercera dimensión del espacio había volatilizado su existencia, y todo lo que me rodeaba era una película gigante de dibujos animados. La abigarrada vegetación, mucho más alta que yo, me envolvía por todas partes, abrazándome con un sin fin de flores y plantas. De una petunia añil asomó una cabecita que me resultaba familiar. Era la abeja Maya, y haciendo guardia al pie del tronco, el saltamontes Flip se echaba una siesta, protegiendo sus ojos de los rayos del sol con la chistera calada hasta la nariz.
Al verme, salieron asustados, escabulléndose entre la frondosa flora. Corrí azarosamente detrás de ellos, notando en mi cara los arañazos que me producían las ramas y hojas. El multicolor follaje se fue aclarando hasta llegar a convertirse en campo abierto, en un gran prado donde a lo lejos, se veía una extensa superficie de bosque espeso. Me encaminé hacia él, meditando sobre lo que me estaba ocurriendo, y llegué a la apabullante conclusión de que el deseo de reyes se me había cumplido en parte. No era niño, pero estaba inmerso en un mundo imaginario creado por los recuerdos de mi niñez, que no eran otros que dibujos animados.
En el parque arbóreo había una amplia variedad de animalillos, pero dos en especial llamaron mi atención, dos ositos pequeños, uno blanco y otro marrón, Yaqui y Nuca revolcándose juguetones por el suelo. Fugazmente vi a otros dos osos más grandes corriendo, uno de ellos con sombrero y corbata, y en la mano una cesta de mimbre, supongo que con suculentos emparedados. Era el oso Yogui, al que perdí de vista antes de que dijera con su voz característica “¡Vamos Bubu!”.
El suelo del bosque se fue convirtiendo en cuesta, el camino se hizo pedregoso y a mis piernas le costaban seguir con la ascensión. Las altas montañas nevadas se veían ahí, casi podías tocarlas con los dedos, y las cabras saltaban de piedra en piedra como si de un absurdo juego se tratara. Y más abajo, en un claro del valle, el cabrero Pedro cuidaba el rebaño, sosteniendo entre sus brazos con amor maternal a Copito de Nieve. Supongo que Heidi estaría en la cabaña con su abuelito, el viejo de los Alpes, el cual, nunca he sabido como se llamaba.

Decidí dejar pasar la ocasión de conocer a la niña de sonrosadas mejillas, puse rumbo hacia el pueblo que se veía abajo en la llanura, cientos de casitas con tejados puntiagudos, donde reinaban solitarias las chimeneas, dando bocanadas de humo hacia el cielo azul. Eran las calles de Génova, plagadas de gente, pero de entre toda la multitud me fijé especialmente en un niño, con la mismita carita de Heidi, pero con un mono blanco en el hombro. No me llevó mucho tiempo colegir que se trataba de Marco y Amedio, vagabundeando por los suburbios buscando a su mamá. Le di unos caramelos y entablamos una cierta amistad. Los dos juntos fuimos andando hasta el puerto. Él iba buscando la nueva remesa de pasajeros que bajaban de los barcos, atracados en el muelle, mientras que yo me quedé fascinado al ver un gran navío vikingo, donde desde la cofa del palo mayor, Vickie me hacía señas y me invitaba a embarcarme para vivir nuevas y excitantes aventuras.
Fui aceptado como miembro de la tripulación y zarpamos enseguida. No tardamos en estar en alta mar y desplegar las velas, mientras el capitán, el padre de Vickie, con un parche en el ojo y los dientes picados, daba órdenes a los marineros.
Se desató una fuerte tormenta, y el gran oleaje provocaba un zarandeo descomunal que acabó tirando por la borda a todos los marinos, excepto a mí. Los tremebundos rayos y truenos se amainaron un poco y dejaron paso a un espléndido sol, arropado por una ligera brisa, insuficiente para mover las velas. Yo estaba solo, en un barco vikingo, en algún lugar perdido del océano.
Creía que terminaría muriendo deshidratado como un papiro, pero de las aceitosas aguas emergió, volando hasta el cielo, un robot de titánicas dimensiones, Mazinguer Z. Volvió a descender hasta el mar, muy cerca de la nave, para cogerla con sus manos de acero e izarla hasta surcar la línea del horizonte. Pronto bajó hasta que la quilla del barco tocó suelo firme, en el jardín de una casa. Ya no era de dibujos animados sino de imágenes reales. Por un lateral de la vivienda vino una niña. Pelirroja, con dos coletas, pecosa y dientona, con un vestido mini y medias de rayas multicolor. Era Pippi Langstrump, montaba sobre su caballo, pequeño tío. Con el horripilante mono, y sus dos repelentes amigos, Tomi y Anica.
Me sobresalté cuando alguien me dio unos toquecitos en el hombro. Ladeé la cabeza hacia un lado para ver cómo unos dedos gordos y robustos, se posaban con escasa fuerza. No me hubiera dado miedo de no ser porque el color de la piel era verde. Me giré y allí estaba, con sus casi dos metros de altura, músculos anormalmente desarrollados y la ropa echa jirones. El Increíble Hulk me sonreía y me invitaba con la mano a que le siguiera. Por el camino fui testigo de su trasformación, de cómo iba menguando su volumen y su color esmeralda hasta convertirse en un ser humano normal, sin superpoderes ni nada. Llegamos a un barrio, Barrio Sésamo, por sus calles sólo había friquis y muñecos de gomaespuma. Vi a Don Pimpón y a Espinete, al viejo Julián con su kiosco y a Chema, el panadero farlopero. Estaba Epi y Blas, Coco, Triqui, y pegados a un muro de piedra, Caponata y Perezjil jugaban con un globo, dos globos, tres globos. Un poco más allá, estaba aparcada La Guagua, repleta de tigres y leones, que todos querían ser los campeones. Torrebruno, con su típico acento italiano, cantaba canciones de Parchís y los Payasos de la Tele.
Las notas de las melodías de mi infancia se mezclan con aquellas otras, que todas los tardes repetían unos niños antes de acostarse, y que decían “vamos a la cama que hay que descansar...”
Y así, con ese campanilleo en mi cabeza, me pierdo en un mundo soporífero de recuerdos. Y mezclados entre sueños, siento cómo la mano de mi madre me arropa con las sábanas y me da un beso en la mejilla, con el cariño que sólo ella me sabe dar.


Fernando García de la Rosa

1 comentario

Miguel Angel -

Bravo amigo me has echo emocionar.